domingo, 8 de febrero de 2015

Medicina bajo cero (y 2)

(AZprensa) Ejercer la medicina cuando la temperatura oscila entre –30ºC y –70ºC la mayor parte del año, tal como sucede en la Antártida, no resulta nada fácil. Para empezar, allí no hay ningún comité médico que supervise las actuaciones, nadie estudia la seguridad de los atípicos procedimientos médicos que suelen utilizarse aunque dichos conocimientos van pasando de unos médicos a otros según se van dando el relevo, y para colmo, el mejor informe médico disponible es el “Manual Polar” de la Marina de los Estados Unidos, editado el año... 1965!

Para cualquier recién llegado a una estación de investigación en la Antártida, hay una serie de modificaciones en su propio cuerpo que llaman indudablemente la atención. De entrada, aun cuando la temperatura de los habitáculos esté por encima de cero y los científicos lleven varios kilos de ropa especial encima, su temperatura corporal nunca supera los 36ºC.

También es muy visible cómo las uñas crecen mucho pero se hacen duras y difíciles de cortar, y las de los pies más aún. En pleno invierno se suele formar una media luna de sangre debajo de cada uña, aunque no duele. Otro tanto sucede al pelo que, o bien crece muy deprisa o por el contrario deja de crecer.

Cuando una persona se ensucia lo bastante, su piel se descama, un proceso que viene a ser un sistema natural de limpieza en seco. La piel, sobre todo la de las manos, tiende a secarse y resquebrajarse, abriéndose grietas profundas y duras que no cicatrizan. Aunque parezca increíble, lo único que consigue cerrarlas es el pegamento de contacto que a pesar de su toxicidad (por ejemplo no puede utilizarse para pegar un diente roto ya que podría dañar el nervio) no produce daños apreciables.

En cuanto a las heridas, es conveniente frotarlas con aceite con vitamina E para que cicatricen mejor; sin embargo se observa cómo las heridas no cicatrizan bien durante los meses de luz constante y en cambio cicatrizan mucho mejor durante los meses de oscuridad invernal.

Son muy frecuentes también las hemorragias nasales, debido posiblemente a la escasa humedad y a la altitud (recordemos que el espesor de la capa de hielo que hay sobre la tierra continental supera ampliamente los dos kilómetros). Cuando las temperaturas externas están por debajo de los –34ºC (como allí es habitual) hay que recurrir en estos casos a la epinefrina para detener las hemorragias y si esto no es suficiente, a la cauterización.

En el Polo Sur no pueden utilizarse tiritas ni esparadrapo porque allí no son capaces de adherirse a la piel, por ello los científicos que trabajan en estas estaciones deben utilizar para estos menesteres cinta aislante, de esa que se utiliza para proteger los cables eléctricos o pegar tuberías.

Y más vale tener bien la vista porque allí no se pueden utilizar lentillas ya que estas se quedarían pegadas a la córnea; por ello, quien lo necesite, deberá usar gafas, aunque con el inconveniente de tener que estar siempre limpiándolas porque se empañan constantemente.

Afortunadamente para los pequeños grupos de personas que deben convivir en esos reducidos espacios por espacio de seis meses o un año (recordemos que durante los meses de invierno quedan completamente desconectados del mundo exterior, sin posibilidad alguna de rescate), se ha comprobado cómo al poco tiempo cada uno de los miembros desarrolla sus propios anticuerpos contra los gérmenes de los otros compañeros que tiene al lado de forma permanente, y gracias a ello no suelen surgir nuevas infecciones.

Los efectos de la hipoxia crónica (síndrome generado por la falta de oxígeno) y de la hipotermia, aún no se han estudiado a fondo. El metabolismo se acelera cuando recibe luz del sol continuada, mientras que el frío aumenta el tamaño de las glándulas suprarrenales. En verano, la gente se vuelve nerviosa, hiperactiva e irascible. Además, por la hipoxia crónica y la falta del ciclo luz/oscuridad, la gente desarrolla el “Síndrome de los ojos como platos”, caracterizado por insomnio, falta de orientación y pérdida de memoria.

Sin embargo lo peor de todo son las consecuencias del “Fenómeno de altitud fisiológica”. ¿En qué consiste? Veamos: la fuerza centrífuga de la rotación terrestre hace que la atmósfera se ensanche en el ecuador y se estreche en los polos. Así, la masa de aire en el ecuador pesa más que en los polos, con lo cual la masa de aire en los polos es más fina y ligera allí, a 2.800 metros de altitud, que a la misma altitud en cualquier otro lugar del planeta. Además, la baja presión barométrica hace que la sangre absorba menos oxígeno y la altitud fisiológica sea la equivalente a 3.700 metros de altitud real.

Los síntomas derivados de esto son numerosos y preocupantes: cansancio, falta de concentración, alteraciones del sueño, náuseas... es decir, los síntomas clásicos de un “mal de altura” como el que suele afectar a los alpinistas. La visión comienza a reducirse entre los 1.500 y 2.500 metros y el razonamiento conceptual empieza a fallar a partir de los 3.600 metros.

Como consecuencia de una estancia en aquél lugar, la saturación de oxígeno en la sangre se reduce a menos del 88 por ciento, cuando lo normal es que oscile entre el 95 y el 100 por cien. Esta hipoxia crónica va eliminando células cerebrales, una reducción en torno al 13 por ciento a corto plazo para las personas que hibernan allí, según se ha constatado en algunos estudios.

Por esta falta de estímulos sensoriales y por la hipoxia crónica, no sólo se afecta la visión sino también el comportamiento y se producen con frecuencia lapsus amnésicos. Se pierde la capacidad de memorizar y se reduce el vocabulario. Por ejemplo: se pueden visualizar las palabras y conocer su significado, pero no se es capaz de emplearlas.

Es evidente la dureza de vivir, aunque sea por espacios cortos de tiempo, en condiciones tan duras como las que se dan en este sexto continente. No es raro que quienes pasan allí una temporada no experimente en algún momento el “Síndrome de estar quemado”, caracterizado por el deseo de huir de la compañía de los demás y quedarse absorto contemplando el vacío, con una falta evidente de capacidad de atención y de pérdida de memoria. Pero, por el contrario, bien sea por el cerebro poco oxigenado o por alteraciones de las glándulas suprarrenales, el caso es que allí se ríe mucho y –quizás ayudado por la monotonía del entorno cerrado- cualquier chorrada es un acontecimiento. Y eso sin tener que recurrir al alcohol porque, como ya se sabe, cuando hay menos oxígeno aumentan sus efectos.

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