(AZprensa) A lo largo de mi trayectoria profesional he
sido testigo de cómo algunos medicamentos no llegaron a lanzarse en España
porque el precio final que ofrecía el Gobierno era irrisorio y no superaba el
mínimo exigido por la central, así como también he sido testigo de cómo esos
tira y afloja en la negociación hacían que no se alcanzase el acuerdo final
hasta cuatro años más tarde (en incluso más), normalmente cuando la competencia
ya había lanzado otros productos similares y se había perdido la gran
oportunidad de ser los primeros.
En otros sectores no existe este problema. Por ejemplo,
en perfumería y cosmética, de investigación hay poco (en comparación con la
industria farmacéutica), el proceso de fabricación es muy sencillo, y lo que
realmente cuesta mucho es el envase y la Publicidad, todo lo cual hay que
repercutirlo en el precio final; pero ese precio no está fiscalizado por nadie
sino que es la propia empresa la que fija el precio que quiere (eso sí,
teniendo en cuenta el precio de los competidores para no salirse de madre) y podrá
subirlo y bajarlo cuantas veces quiera. Porque esa es otra: en el caso de los
medicamentos, un precio es para siempre... o casi.
Cuando, por fin, se consigue la autorización de precio
para un fármaco, ese precio es casi inamovible. A lo largo de los años irán
subiendo de precio el coste de la materia prima, los costes de fabricación, los
costes de envasado... pero el precio de venta no podrá subir. Esto hace que un
producto, rentable inicialmente, con el transcurso de los años deja de ser
rentable porque su precio no se puede actualizar ni siquiera en función de lo
que haya subido el coste de la vida en esos años. Hoy día, la situación es peor
aún, porque lo que hace el Gobierno es revisar los precios de vez en cuando y
esa revisión es siempre hacia abajo, con lo cual deja a los productos siendo
cada vez menos rentables.
¿Y qué pasa cuando un producto entra en pérdidas, cuando
su coste de fabricación es superior al precio de venta? En esas condiciones
sería de tontos mantenerlo en el mercado, porque cada unidad que se vendiese
supondría una pérdida de dinero para el laboratorio. Cuando esto sucede, el
laboratorio solicita una revisión del precio. Si se consigue, se mantiene, y si
no se consigue (que es lo habitual), se deja de fabricar y desaparece. Normalmente
los laboratorios tienen que optar por lo segundo salvo cuando
–excepcionalmente- no existe otra alternativa de tratamiento en el mercado, en
cuyo caso, el Gobierno suele autorizar un ligerísimo aumento de precio.
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