(AZprensa) ¿Existe el tiempo? Alguna vez habréis escuchado eso de que “no existe el
tiempo” e inmediatamente habréis rechazado esa idea porque nuestro cerebro no
es capaz de comprenderlo. Hay conceptos como “infinito”, “eternidad”, o
“inexistencia del tiempo” que escapan de nuestra capacidad de entendimiento.
Sin embargo he encontrado una forma clara y sencilla para que podamos
comprender eso tan extraño de que “el tiempo no existe”, y por eso quiero
compartirlo…
En las páginas de pasatiempos es frecuente encontrar
crucigramas, sopas de letras, y un sin fin más de juegos. Entre ellos se
encuentra también el “laberinto”. Ese juego en el que se nos muestra un
comienzo y un final unidos por muchas líneas que se retuercen y entrecruzan
pero que sólo una es capaz de unir ambos extremos. Tenemos que seguir con el
lápiz o ir marcando diversos puntos, para tratar de encontrar cuál es ese
camino. Es, también, como esos laberintos vegetales que hay en algunos parques,
en donde entramos por un extremo y constantemente nos topamos con calles sin
salida, hasta que después de un cierto tiempo somos capaces de encontrar una
salida. Vistos desde el aire, se asemejan a una extensión de líneas verdes
cuadriculadas y envolventes en las que se aprecia un punto central y varias
salidas, aunque no es posible encontrar cual es el camino correcto capaz de
unir cualquiera de las salidas con el centro.
Pero, ¿a cuento de qué viene esto? Pues sencillamente
porque las imágenes visuales son muy útiles para comprender las cosas, y en el
caso que ahora nos ocupa he pensado que esta imagen visual puede ser útil para
comprender uno de los mayores misterios: la inexistencia del tiempo.
Tratemos, pues, de comprender cómo es eso de que “el
tiempo no existe”. Todo está existiendo a la vez y es simplemente nuestra
consciencia la que utiliza la noción de “tiempo” para encontrar quizás un
sentido a las cosas o para tratar de comprenderlas. Sin embargo me gustaría
centrarme en esta analogía.
Nuestra vida (y cuando digo nuestra vida me refiero a
nuestra vida en su total plenitud; es decir, a “nuestras vidas”) es un
laberinto que está ahí, completo, siempre. Tal y como lo vemos si miramos desde
arriba cualquier laberinto. Podemos ver ese centro y esas diferentes puertas en
el exterior. Podemos ver todos esos intricados caminos que se retuercen y
entrelazan. Pero miremos cuando miremos (hoy, mañana, pasado mañana, dentro de
cinco minutos…), siempre están en el mismo sitio, siempre están ahí todos esos
caminos.
Ahora fijamos nuestra atención y elegimos una línea desde
el centro y la seguimos para tratar de llegar al exterior. Avanzamos un poco en
dirección norte, luego otro poco en dirección este, luego retrocedemos un poco,
luego a la derecha, luego... nos encontramos en un callejón sin salida. Hemos
fracasado.
Vamos a intentarlo otra vez. Elegimos otra línea que sale
también en dirección norte, pero tras avanzar un poco, esta vez giramos en
dirección oeste, luego otro poco a la derecha, luego hacia atrás, luego un poco
más. Esta vez parece que tenemos más suerte y vamos dando bandazos pero
siguiendo siempre adelante. Al final, alcanzamos una salida al exterior. Ha
sido un viaje largo y complicado, pero hemos llegado al final.
Probemos una vez más. Elegimos una nueva línea desde el
centro, giramos a la derecha, luego seguimos de frente, luego a la izquierda,
un poco más de frente, a la izquierda y... ¡sorpresa! en muy poco tiempo hemos
sido capaces de llegar al exterior, a una puerta de salida que estaba en el
otro extremo.
Así podríamos seguir una y otra vez, explorando todas las
posibilidades. Probablemente
encontraríamos que en ese laberinto vegetal que hemos visualizado había
unas decenas de caminos posibles que conducían al exterior, unos deprisa y
otros con muchas dificultades. También encontraríamos que había varias decenas
más de caminos que no conducían a ningún sitio. Algunos abortaban nada más
salir y otros, en cambio, llegaban a un final sin salida después de un largo
recorrido.
Pero tomemos ahora un nuevo ejemplo visual. El laberinto
vegetal que tenemos que visualizar no es como los que conocemos, de una
extensión normal como la que se encuentra en muchos parques de nuestras
ciudades. Ahora, ese laberinto vegetal tiene la extensión de toda la península
Ibérica. ¿Os imagináis cuántos posibles caminos se pueden encontrar desde ese
centro hasta cualquiera de los puntos del exterior? Me atrevería a decir que
son millones los caminos posibles.
Y ahora, un paso más. Ese laberinto vegetal tiene la
extensión de todos nuestros continentes juntos. ¿Cuántos caminos posibles hay?
Miles de millones. O quizás más (no he sido nunca un buen matemático). ¿Y si
dicho laberinto ocupase la galaxia? ¿Y si...?
En cualquiera de los casos en que nos pusiéramos, la
situación iba a ser la misma. Hay un centro y miles de millones de caminos
diferentes de los cuales unos mueren antes o después y otros son capaces de
llegar hasta el final. Y los finales unas veces están muy próximos y otras
veces están separados por miles de kilómetros. Pero siempre hay una cosa
constante: el laberinto está escrito y los caminos están todos dibujados. Es
sólo el acto de voluntad de nuestra consciencia el que elige un determinado
camino y lo sigue con la mirada.
Como vemos, en realidad, el tiempo no ha transcurrido, el
tiempo no ha existido. Todo estaba igual antes que después. Todo estaba así
cuando nos fijamos en él y todo sigue después igual cuando nos alejamos.
El laberinto es nuestra vida. El laberinto somos
nosotros. Cada persona es su propio laberinto y cada uno es diferente a los
otros. Unos tienen un laberinto cuidado, otros lo tienen sucio, otros enmarañado,
otros sencillo y ordenado... Pero todos son laberintos que reflejan la
personalidad, la esencia, el alma de cada uno.
Sobre ese laberinto estamos proyectando nuestra
consciencia y sacando enseñanzas. Esa es nuestra tarea. Esa es la misión de
nuestra vida. Hemos venido aquí para seguir un determinado camino y aprender de
las experiencias conseguidas a lo largo del mismo. Y mañana, cuando muramos
será como mirar dicho laberinto desde arriba, meditar en lo que hemos
aprendido, y decidir si queremos bajar otra vez a explorar otro camino y
aprender así nuevas experiencias que vayan purificando nuestra alma hasta que
podamos sentirnos como una parte totalmente integrada de esa esencia universal
de la cual formamos parte y que podemos llamar “Dios”.
El entrar una y otra vez en ese laberinto, sería como el
aire que pasa una y otra vez por un filtro para irse purificando y dejando en
el mismo todas las pequeñas impurezas. Ese laberinto no es bueno ni malo. No
hay caminos buenos ni malos. Ni siquiera aquellos que abocan a un callejón sin
salida nada más comenzar o incluso después de un largo y tortuoso camino. Los
caminos no son ni buenos ni malos, son simples alternativas. Y nosotros, cuando
entramos una y otra vez en dicho
laberinto para recorrer sus infinitos caminos, no estamos haciendo ni el bien
ni el mal; simplemente estamos aprendiendo. Aunque bien es cierto que no todos aprendemos
a la misma velocidad.
Aquellos en los que prima la virtud y la honradez en su
vida, encontrarán caminos que no tienen por qué ser más fáciles, pero que sí
les van a dar una mayor cantidad de información, de enseñanzas. Aquellos que se
niegan a sí mismos la razón de ser verdadera, seguirán dando vueltas y más
vueltas, entrando una y otra y otra vez más en el laberinto, hasta que sean
capaces de abrir los ojos y comprender que nuestra misión no es otra que la de
aprender a desprendernos de nuestra carga material para poder finalmente ser
uno con Dios.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon.
Fuente: "No son coincidencias", Vicente Fisac. Amazon.
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