(AZprensa) Ejercer
la medicina cuando la temperatura oscila entre –30ºC y –70ºC la mayor parte del
año, tal como sucede en la Antártida, no resulta nada fácil. Para empezar, allí
no hay ningún comité médico que supervise las actuaciones, nadie estudia la
seguridad de los atípicos procedimientos médicos que suelen utilizarse aunque
dichos conocimientos van pasando de unos médicos a otros según se van dando el
relevo, y para colmo, el mejor informe médico disponible es el “Manual Polar”
de la Marina de los Estados Unidos, editado el año... 1965!
Para cualquier
recién llegado a una estación de investigación en la Antártida, hay una serie
de modificaciones en su propio cuerpo que llaman indudablemente la atención. De
entrada, aun cuando la temperatura de los habitáculos esté por encima de cero y
los científicos lleven varios kilos de ropa especial encima, su temperatura
corporal nunca supera los 36ºC.
También es muy
visible cómo las uñas crecen mucho pero se hacen duras y difíciles de cortar, y
las de los pies más aún. En pleno invierno se suele formar una media luna de
sangre debajo de cada uña, aunque no duele. Otro tanto sucede al pelo que, o
bien crece muy deprisa o por el contrario deja de crecer.
Cuando una
persona se ensucia lo bastante, su piel se descama, un proceso que viene a ser
un sistema natural de limpieza en seco. La piel, sobre todo la de las manos,
tiende a secarse y resquebrajarse, abriéndose grietas profundas y duras que no
cicatrizan. Aunque parezca increíble, lo único que consigue cerrarlas es el
pegamento de contacto que a pesar de su toxicidad (por ejemplo no puede
utilizarse para pegar un diente roto ya que podría dañar el nervio) no produce
daños apreciables.
En cuanto a las
heridas, es conveniente frotarlas con aceite con vitamina E para que cicatricen
mejor; sin embargo se observa cómo las heridas no cicatrizan bien durante los
meses de luz constante y en cambio cicatrizan mucho mejor durante los meses de
oscuridad invernal.
Son muy
frecuentes también las hemorragias nasales, debido posiblemente a la escasa
humedad y a la altitud (recordemos que el espesor de la capa de hielo que hay
sobre la tierra continental supera ampliamente los dos kilómetros). Cuando las
temperaturas externas están por debajo de los –34ºC (como allí es habitual) hay
que recurrir en estos casos a la epinefrina para detener las hemorragias y si
esto no es suficiente, a la cauterización.
En el Polo Sur
no pueden utilizarse tiritas ni esparadrapo porque allí no son capaces de
adherirse a la piel, por ello los científicos que trabajan en estas estaciones
deben utilizar para estos menesteres cinta aislante, de esa que se utiliza para
proteger los cables eléctricos o pegar tuberías.
Y más vale tener
bien la vista porque allí no se pueden utilizar lentillas ya que estas se
quedarían pegadas a la córnea; por ello, quien lo necesite, deberá usar gafas,
aunque con el inconveniente de tener que estar siempre limpiándolas porque se
empañan constantemente.
Afortunadamente
para los pequeños grupos de personas que deben convivir en esos reducidos
espacios por espacio de seis meses o un año (recordemos que durante los meses
de invierno quedan completamente desconectados del mundo exterior, sin
posibilidad alguna de rescate), se ha comprobado cómo al poco tiempo cada uno de
los miembros desarrolla sus propios anticuerpos contra los gérmenes de los
otros compañeros que tiene al lado de forma permanente, y gracias a ello no
suelen surgir nuevas infecciones.
Los efectos de
la hipoxia crónica (síndrome generado por la falta de oxígeno) y de la
hipotermia, aún no se han estudiado a fondo. El metabolismo se acelera cuando
recibe luz del sol continuada, mientras que el frío aumenta el tamaño de las
glándulas suprarrenales. En verano, la gente se vuelve nerviosa, hiperactiva e
irascible. Además, por la hipoxia crónica y la falta del ciclo luz/oscuridad,
la gente desarrolla el “Síndrome de los ojos como platos”, caracterizado por
insomnio, falta de orientación y pérdida de memoria.
Sin embargo lo
peor de todo son las consecuencias del “Fenómeno de altitud fisiológica”. ¿En
qué consiste? Veamos: la fuerza centrífuga de la rotación terrestre hace que la
atmósfera se ensanche en el ecuador y se estreche en los polos. Así, la masa de
aire en el ecuador pesa más que en los polos, con lo cual la masa de aire en
los polos es más fina y ligera allí, a 2.800 metros de altitud, que a la misma
altitud en cualquier otro lugar del planeta. Además, la baja presión
barométrica hace que la sangre absorba menos oxígeno y la altitud fisiológica
sea la equivalente a 3.700 metros de altitud real.
Los síntomas
derivados de esto son numerosos y preocupantes: cansancio, falta de
concentración, alteraciones del sueño, náuseas... es decir, los síntomas
clásicos de un “mal de altura” como el que suele afectar a los alpinistas. La
visión comienza a reducirse entre los 1.500 y 2.500 metros y el razonamiento
conceptual empieza a fallar a partir de los 3.600 metros.
Como
consecuencia de una estancia en aquél lugar, la saturación de oxígeno en la
sangre se reduce a menos del 88 por ciento, cuando lo normal es que oscile
entre el 95 y el 100 por cien. Esta hipoxia crónica va eliminando células
cerebrales, una reducción en torno al 13 por ciento a corto plazo para las
personas que hibernan allí, según se ha constatado en algunos estudios.
Por esta falta
de estímulos sensoriales y por la hipoxia crónica, no sólo se afecta la visión
sino también el comportamiento y se producen con frecuencia lapsus amnésicos.
Se pierde la capacidad de memorizar y se reduce el vocabulario. Por ejemplo: se
pueden visualizar las palabras y conocer su significado, pero no se es capaz de
emplearlas.
Es evidente la
dureza de vivir, aunque sea por espacios cortos de tiempo, en condiciones tan
duras como las que se dan en este sexto continente. No es raro que quienes
pasan allí una temporada no experimente en algún momento el “Síndrome de estar
quemado”, caracterizado por el deseo de huir de la compañía de los demás y
quedarse absorto contemplando el vacío, con una falta evidente de capacidad de
atención y de pérdida de memoria. Pero, por el contrario, bien sea por el
cerebro poco oxigenado o por alteraciones de las glándulas suprarrenales, el
caso es que allí se ríe mucho y –quizás ayudado por la monotonía del entorno
cerrado- cualquier chorrada es un acontecimiento. Y eso sin tener que recurrir
al alcohol porque, como ya se sabe, cuando hay menos oxígeno aumentan sus
efectos.
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