(AZprensa) Rara era la semana que no organizaba alguna
rueda de prensa, bien fuera en Madrid o en cualquier otra ciudad, y siempre con
bastante éxito, entendido este como un nutrido grupo de periodistas que acudían
a la convocatoria y después publicaban noticias positivas sobre aquél
encuentro.
Pero en una ocasión pensé que sería bueno cambiar el
sistema y organizar una reunión con médicos a la que también invitaría, por
supuesto, a los periodistas. La reunión tendría lugar en el Colegio de Médicos
de Pontevedra, el invitado sería el investigador catalán Jaume Marrugat, y el
motivo no podía ser más atrayente: conocer las últimas investigaciones
estadísticas sobre el infarto de miocardio que reflejaban dónde se daban más
estos episodios (en qué Comunidades Autónomas), en qué tipo de pacientes (sexo,
edad, etc.), en qué condiciones (estado de salud previo, tiempo que tardaban en
ser atendidos, etc.), y con qué resultados (porcentajes de defunciones y de
vidas salvadas). E incluso preparé todo para las ocho de la tarde, que era una
hora buena para que acudieran los médicos (ya que a esa hora han acabado sus
consultas) aunque fuese una hora nefasta para los periodistas (a esa hora ya
están cerradas todas las redacciones; de hecho todas las convocatorias de
prensa se realizan por las mañanas y sólo en el caso de los políticos o cuando
sucede un desastre o accidente grave, se convoca a cualquier otra hora).
Con todo esto preparé invitaciones que envié por correo a
los médicos de Pontevedra y ciudades cercanas. Envié, igualmente, invitaciones
a los Visitadores Médicos de aquella zona para que las entregasen a sus
médicos. Otro tanto hice con el Colegio de Médicos de Pontevedra para que las
distribuyesen a sus colegiados. Y finalmente, como era habitual en mi relación
diaria con los medios de comunicación, realicé la correspondiente convocatoria
de prensa.
Cuando llegó el momento de la verdad, un escalofrío me
sacudió. Allí no llegaba ningún médico... aunque sí llegaban periodistas. Al
empezar su exposición el investigador, también se sorprendió al contemplar el
insólito escenario: Las dos primeras filas repletas de periodistas, no sólo de
prensa sino también de radio y televisión, que llenaron todo con sus trípodes,
cámaras, micrófonos, focos, etc. El resto del amplio auditorio con... ocho
médicos (eso fue lo que pude contar).
Aquella experiencia me recordó el viejo refrán que dice
“zapatero, a tus zapatos”, porque efectivamente aquello fue un desastre como
convocatoria de médicos, pero fue un éxito arrollador como convocatoria de
prensa (a pesar, incluso, de la hora tan nefasta elegida). Tan exitosa resultó
aquella convocatoria que al día siguiente todos los medios de comunicación de
Galicia le dedicaban amplios espacios: todos los informativos de radio y
televisión hablaban de ello y todos los periódicos habían levantado
posiblemente otras noticias para dejar espacio (y además destacado) a esta
noticia que, por otra parte, el Dr. Jaume Marrugat expuso con notable poder de
comunicación y atrayente interés.
Fijaos –y esto no le he confesado antes- cómo saldrían de
contentos todos los periodistas, que los de prensa publicaron en sus periódicos
varias fotos, entre ellas alguna del público asistente. ¿Público asistente?
¿Pero no había dicho que sólo acudieron ocho médicos? Pues resulta que esos
periodistas se portaron tan bien que las “fotos de público” elegidas para
ilustrar sus noticias sólo mostraban cuatro personas que se habían sentado
juntas, lo que daba la sensación de un auditorio abarrotado cuando la realidad
ya os he dicho cuál fue.
También aprendí que cuando das a los periodistas un
material informativo de excelente calidad, los periodistas saben mostrarse
agradecidos; como así sucedió en este caso que fue un fracaso estrepitoso de
público pero un éxito apabullante de interés informativo.
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(AZprensa) Los mejores años del laboratorio AstraZéneca
fueron aquellos que tuvieron como Presidente a Carlos Trias que, además de ser
un buen gestor era un buen ser humano. La puerta de su despacho estaba siempre
abierta y él dispuesto a recibir a cualquier empleado que quisiese preguntar, consultar
o pedir algo. Por cierto, hagamos un inciso: ¿Alguna vez habéis visto a un
presidente que tenga la puerta de su despacho abierta y al que le parezca bien
que cualquier empleado `pueda entrar a consultarle cualquier cosa? Por supuesto
que no, porque los presidentes suelen vivir en su “torre de marfil” aislados de
la plebe, rodeados solo por sus iguales y por los pelotas de turno. Este era,
pues, un caso excepcional y ejemplar, y no penséis que no trabajaba, que lo
hacía más que nadie y, por supuesto, cuando mantenía una reunión cerraba la
puerta, pero el resto del tiempo sí que la mantenía abierta y se mostraba
accesible a todos sin que estos tuvieran que pedir audiencia y esperar su turno
hasta ser recibidos.
Bueno, sigamos, el caso es que en los descansos, cuando
salíamos a tomar un café junto a la máquina que había al lado de las escaleras,
él era uno más de los que nos congregábamos allí para descansar unos minutos y
charlar amigablemente. Un buen día se acercó a la máquina a tomar café una
nueva periodista que habíamos contratado. Era su primer día, y al llegar allí
sólo estaba el presidente al que ella no conocía. Cogió su café y se puso a
hablar normalmente con él, como lo haría con cualquier otro compañero, hasta
que en un momento dado le preguntó que de qué trabajaba. Carlos Trias, con la
mayor naturalidad del mundo, le respondió que “de Presidente”, y la pobre
periodista se quedó cortada, aunque la conversación mantenida había sido
intrascendente. Después, lógicamente le explicamos que en AstraZéneca teníamos
un presidente que era una persona normal, no un divo ni un prepotente como es
habitual encontrar.
Y esta no fue la única vez que sucedió algo así. En otra
ocasión toda la organización comercial nos habíamos reunido con motivo de una
Convención. Al llegar la hora de la comida del primer día, antes que hubiesen
comenzado las sesiones de trabajo, nos fuimos agrupando en el comedor del
hotel. Allí, mientras esperábamos con un plato en la mano a que avanzase la
cola del buffet para servirnos, hablábamos unos con otros de cosas
intrascendentes para pasar el rato. Y allí, mezclado con todos, también estaba
el Presidente, con su plato en la mano, esperando turno y charlando con el que
tenía a su lado que –en aquella ocasión- era un nuevo Delegado que acababa de
incorporarse a la empresa y todavía no conocía a casi nadie. Entonces, este
Delegado le preguntó a Carlos Trias que dónde trabajaba, que si era Delegado
como él. Carlos le respondió que trabajaba en Central. Entonces el Delegado le
preguntó que de qué trabajaba, y Carlos respondió con la mayor sencillez y
naturalidad del mundo que “de Presidente”. El Delegado se quedó a cuadros,
porque nunca se le hubiera pasado por la imaginación que una persona sencilla y
normal como la que tenía a su lado fuese el Presidente. Afortunadamente pudo
respirar aliviado este Delegado porque durante aquellos minutos de conversación
no había dicho nada de lo que luego pudiera arrepentirse, y desde luego
comprendió en aquél mismo momento que había entrado a trabajar en un empresa
que era la envidia de todo el sector por el buen ambiente que allí se
respiraba.
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(AZprensa) Se puede decir más alto, pero no más claro. Esta
es una regla de vida que todos debemos seguir si es que queremos ser
razonablemente felices en esta vida:
“Ante todo, debemos estar en armonía con nosotros mismos;
debemos llegar a aceptarnos a nosotros mismos. La mejor manera de lograrlo es
nunca compararnos con los demás, porque en el momento que lo hacemos, luego nos
juzgamos inferiores o nos estimamos superiores, dando como resultado un
complejo de inferioridad o un ego inflado. En ambos casos el resultado es un
estado de desarmonía. Para evitar esto, lo mejor es comenzar con el principio
de que cada uno de nosotros es un ser único y que esta singularidad nos da
nuestro valor en la opinión de Dios, así como en los ojos de la humanidad. Por
lo tanto, deberíamos aferrarnos a nuestro propio estándar, comparándonos sólo
con nosotros mismos—esta es la clave de nuestra evolución espiritual”.
Cristian Bernardo FRC
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(AZprensa) La España rural se queda vacía y algunos de
sus últimos reductos como era Daimiel (Ciudad Real) también se embarca en un
lento declinar. Esta población manchega llegó a alcanzar un máximo histórico de
20.204 habitantes en el año 1950; después, tras diversos vaivenes, pareció
estabilizarse en los 18.000 habitantes a partir del año 2007, sin embargo a
partir del año 2013 comenzó a descender su población de una forma discreta pero
continua, de tal forma que en el presente año su población es de 17.629
habitantes, la más baja de los últimos 18 años.
En el curioso libro “Diccionario Daimieleño – Español”
(Vicente Fisac, Amazon) se ofrece una amplia panorámica de esta ciudad (tiene
título oficial de “ciudad” aunque algunos le sigan llamando “pueblo”) así como
una revisión de palabras típicas de dicha localidad, tantas que han llegado a
formar un auténtico diccionario, el cual ayuda a entender la forma de hablar de
sus habitantes y nos anima a no dejar caer en el olvido muchas palabras que son
más ilustrativas y más nuestras que todos esos extranjerismos que nos imponen
hoy día las redes sociales.
Pero volviendo a lo del número de habitantes, podemos
echar la vista atrás y observar las grandes variaciones a lo largo de los
siglos en donde se vio inmersa –como toda España- en grandes épocas de
mortandad por guerras y enfermedades. Así lo reflejaban los índices
demográficos de la época:
1520.- 2.250 habitantes.
1575.- 8.986
1646.- 4.500
1742.- 3.600
1754.- 7.551
1787.- 9.089
Ya en la época moderna, esta ha sido la historia de la
evolución de su población, y dado que el “Diccionario Daimieleño – Español”
sólo recoge los datos hasta el año 2018, hemos querido ampliarlo hasta el
momento actual. Estos son los datos:
1900.- 11.625 habitantes
1910.- 15.940
1920.- 16.198
1930.- 18.434
1940.- 19.759
1950.- 20.204
1960.- 19.625
1970.- 17.710
1981.- 16.260
1991.- 16.214
2000.- 17.276
2001.- 17.326
2002.- 17.342
2003.- 17.493
2004.- 17.542
2005.- 17.721
2006.- 17.913
2007.- 18.078
2008.- 18.389
2009.- 18.527
2010.- 18.656
2011.- 18.673
2012.- 18.698
2013.- 18.706
2014.- 18.647
2015.- 18.577
2016.- 18.396
2017.- 18.176
2018.- 18.051
2019.- 17.929
2020.- 17.916
2021.- 17.771
2022.- 17.680
2023.- 17.629
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Conocí a una chica joven muy alegre, humana, solidaria...
tanto que hacía unos años había decidido emplear su mes de vacaciones para irse
a África y colaborar con una ONG. Aquella experiencia la impresionó
profundamente; le sorprendía la alegría de aquellas gentes que vivían en la más
absoluta pobreza, en cabañas de barro y paja, sin ninguna posesión material y
con el único objetivo cada día de salir al campo para buscar algo que comer ese
día... una tarea que no resultaba nada fácil ya que era una tierra árida,
abrasada por el sol. Para ellas no había proyecto de vida ni de futuro,
bastante tenían con subsistir un día tras otro con lo poco que pudieran
encontrar, unas hierbas, algún fruto, los huevos de algún pájaro... Y sin
embargo eran felices, sonreían, y agradecían la ayuda de aquellas personas de
tez pálida que venidas de lejos les enseñaban a horadar algún pozo, cultivar
algunos vegetales, etc.
Esta chica estaba casada desde hacía varios años y,
aunque lo deseaban, no habían podido tener ningún hijo. Pero en cualquier caso,
esta falta de ataduras les daba la libertad de poder dedicar sus vacaciones a
esta tarea humanitaria... y así lo venían haciendo desde hacía varios años.
Sin embargo un buen día, al regreso de sus solidarias
vacaciones, nos sorprendió presentándonos a su hijo, un precioso negrito de
poco más de un año de edad, al que habían adoptado aprovechando su último
viaje. Todos quedamos encantados de ver su cara radiante de felicidad, y
también la de aquel niño que había escapado de la pobreza más absoluta y a
partir de ahora podría llevar una vida confortable, y con unos padres que lo
adoraban.
Pero si esta sorpresa había sido agradable, la sorpresa
que nos llevamos al año siguiente no lo fue tanto, o al menos así lo entendimos
la mayoría. Un buen día dijo en la oficina donde trabajaba que se despedía, que
dejaba voluntariamente el trabajo, porque había tomado la decisión –junto a su
marido- de marcharse a vivir a aquél país de África de manera permanente. Tan
enganchados estaban a la tarea humanitaria que desarrollaban cada verano que
tomaron la decisión de ejercer dicha tarea de forma permanente. Entonces pensé
nuevamente en ese pobre niño, rescatado de la miseria de un país africano y que
apenas si había podido disfrutar del confort de la vida occidental; un año
después regresaba al país donde nació, aunque esta vez fuese acompañado de unos
padres adoptivos que sin embargo ya no podrían facilitarle la vida llena de
pequeños lujos y comodidades que se estila por el mundo occidental.
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