De forma reiterada vemos en los medios de comunicación
actuales cómo se reclama a la industria farmacéutica más transparencia a la
hora de dar accesibilidad a la información relativa a todos sus ensayos
clínicos, entendiendo que los laboratorios farmacéuticos divulgan los
resultados de aquellos estudios que les favorecen y ocultan la información de
aquellos otros que no salieron como esperaban. Por otra parte, los laboratorios
–que apenas si dejan oír su voz- responden alguna vez tímidamente que toda la
información de los ensayos es accesible.
Pues bien, esa toma de responsabilidad de los laboratorios
para dar mayor transparencia a sus investigaciones viene de lejos y tiene un
precedente importante en el año 1998. Tras una reunión celebrada en Virginia
(Estados Unidos) en aquél año, ocho grandes grupos farmacéuticos firmaron un
documento titulado “Práctica de la buena comunicación: directrices para las
compañías farmacéuticas”, en el que se dictaban unas directrices para las
comunicaciones de carácter científico de las compañías.
En dicho documento se hacían recomendaciones importantes y
se animaba a las empresas farmacéuticas a “esforzarse en publicar los
resultados de todos sus ensayos clínicos” (no sólo de los que hubieran
resultado positivos para ellas), algo fundamental para quienes recopilan datos
de recomendaciones basadas en la evidencia. Igualmente consideraban importante
disponer de un contrato escrito acerca de la publicación y la propiedad de los
datos.
Sin embargo, en donde aquellas directrices abrieron un nuevo
campo fue en la recomendación acerca del uso de escritores profesionales.
Señalaban que tal ayuda debía ser
reconocida aunque el autor nominado fuese responsable último de la
publicación, la cual debía “ser dada con tiempo suficiente para comentar el
borrador”.
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