(AZprensa) Son muchas las teorías que hablan de “La Tierra hueca”, asegurando que
nuestro mundo alberga, en realidad, dos mundos: el exterior (en donde habitamos
nosotros) y el interior (un mundo desconocido en las entrañas mismas de nuestro
planeta). Pero ¿cómo es ese mundo? Digamos primero que han sido muchas las
personas que han hablado de esta posibilidad e incluso algunas han creído ver
–al sobrevolar el Polo Sur- la puerta de entrada a dicho mundo. Según quienes
sostienen esa teoría, los Polos Norte y Sur albergarían una entrada a ese mundo
interior. Uno de ellos fue el almirante Richard E. Bird, quien sobrevoló la
Antártida y contó en su diario todo lo que había visto y que contradecía la
ciencia oficial. ¿Será por eso que no existe ninguna fotografía de satélites
que muestre el centro de los Polos Norte y Sur? Bueno, sí existen fotografías
(e incluso cualquiera puede “viajar” a esas zonas a través de Google Earth)
pero resulta que dichas fotografías están retocadas. Sí, retocadas de la más
burda manera: en el Polo Norte, en donde existe un manto permanente de hielo,
las fotografías sólo muestran agua en estado líquido y si ampliamos la imagen
descubrimos las pinceladas del Photoshop. ¿Y en el Polo Sur? Otro tanto de lo
mismo, aunque en este caso sí que aparece el hielo permanente que se asienta
sobre este inhóspito y desconocido sexto continente de hielo: en las
fotografías que muestran el Polo Sur se aprecia igualmente, al ampliarlas, que
se ha retocado la fotografía en lo que sería el centro del Polo Sur y aparece
todo con brochazos de pintura blanca sin que pueda distinguirse absolutamente
nada.
También han hablado de esta “Tierra hueca” numerosas
leyendas. Se han contado historias de algunos seres extraños que aparecieron en
algunas ciudades y, al cabo del tiempo, cuando aprendieron nuestro idioma,
explicaron que provenían de un mundo situado en las profundidades de la Tierra.
Este es el caso, por ejemplo, de los niños verdes que aparecieron en 1887 en un
pueblo español llamado Banjos. Incluso hoy día, numerosos exploradores y
expertos espeleólogos, nos hablan y sorprenden con documentales que muestran
gigantescas grutas que se adentran en las profundidades de nuestro planeta y
que apenas si somos capaces de vislumbrar el tamaño real que tienen.
Pero quizás, han sido los novelistas quienes mejor han
ilustrado ese misterioso mundo. De todos es conocido Julio Verne y su “Viaje al
centro de la Tierra”, una novela que ha sido llevada al cine en repetidas
ocasiones. Pero hay otra novela, más desconocida, que es la que ahora quiero
comentar y explica con más detenimiento cómo es ese mundo interior. El
novelista es muy famoso, Edgar Rice Burroughs. Dicho así es posible que pocos
puedan saber a quién me refiero, pero si digo que es el autor de las novelas de
Trazan, seguro que todos sabrán de quién estoy hablando. Pues bien, Burroughs
no sólo escribió las novelas de Trazan, sino muchas otras novelas, siendo
también populares las que escribió en torno al planeta Marte y cómo un
americano se ve proyectado mentalmente a dicho plantea y vive allí las más
increíbles aventuras. Ahora bien, tuve la suerte de descubrir otra novela más
desconocida de este autor; la tituló “Aventura en el centro de la Tierra” (“At
the earth’s core”) y se editó en 1914. En esta novela, el protagonista viaja en
una gigantesca y ultramoderna excavadora y penetra con ella en el interior de
la Tierra. Su objetivo final era el descubrimiento de yacimientos minerales,
pero en su primer viaje de exploración no pude detener su avance y la máquina
continúa penetrando en la corteza terrestre hasta que aparece en un mundo
interior. Así lo describe en algunos pasajes de dicha novela.
Así explica el científico creador de dicha máquina
perforadora a su acompañante cómo y a dónde llegaron: “Sé exactamente dónde nos
encontramos. ¡Hemos hecho un descubrimiento maravilloso! Hemos probado que la
Tierra es hueca. Hemos atravesado totalmente la corteza terrestre y arribado a
un mundo interior. Nuestra excavadora nos llevó a través de 400 kilómetros por
debajo de nuestro mundo externo. En ese punto llegó al centro de gravedad de la
corteza, de 800 kilómetros de espesor. Hasta ese momento habíamos estado
descendiendo, aunque la dirección, claro está, es relativa. Luego cuando los
asientos oscilaron –lo que te llevó a pensar que habíamos dado la vuelta y que
volvíamos a la superficie- pasamos el centro de gravedad y, aunque no cambió la
dirección en que avanzábamos, estábamos en realidad dirigiéndonos hacia arriba,
hacia la superficie del mundo interior”.
Al llegar y contemplar ese mundo, notan algo extraño: “Cuando
me puse a observar con detenimiento, comencé a advertir la rareza del paisaje
que me había obsesionado desde el principio con una alucinante impresión de lo
sobrenatural: ¡no había horizonte! Hasta donde podía verse, el mar se
prolongaba con los islotes que flotaban en su seno, los más lejanos, reducidos
a diminutos puntos; pero detrás de ellos seguía infinitamente el mar, hasta que
la sensación de estar mirando hacia arriba, hasta el punto más lejano, parecía muy
real. La distancia se perdía en la distancia misma. Eso era todo: no había un
trazo horizontal definido que marcara la pendiente del globo al hundirse bajo
la línea de la visión”.
Pero, con todo, lo más extraño y sorprendente es que dicho
mundo interior tenga luz, tenga sol. Así lo explicaba el protagonista: “No es
el mismo sol del mundo exterior el que nosotros vemos. Es otro sol, totalmente
distinto, que arroja su eterno resplandor de mediodía sobre la faz de esta
Tierra interior. Hace varias horas que estamos aquí y sin embargo todavía es
mediodía. Es muy simple. La Tierra fue al principio una masa nebulosa, se
enfrió, y a medida que se enfriaba se encogía. Al final, una delgada capa de
corteza sólida se formó sobre la superficie externa. Era una especie de
cáscara; pero adentro contenía materia parcialmente derretida y gases altamente
dilatados. A medida que seguía enfriándose ¿qué ocurría? La fuerza
centrífuga arrojaba rápidamente las partículas del núcleo nebuloso hacia la
corteza donde se iban solidificando. Habrás visto el mismo principio, en la
práctica, en una máquina de separar crema. Al poco tiempo, pues, quedó sólo un
núcleo sobrecalentado de materia gaseosa dentro de un enorme vacío provocado
por los gases que se contraían y se enfriaban. La idéntica atracción ejercida
por la corteza maciza desde todas direcciones mantuvo a ese núcleo en el centro
exacto de la esfera hueca, y lo que queda de él es el sol que ves ahora: una
cosa relativamente pequeña en el centro de la Tierra, que emite su luminosidad
perpetua y su calor tórrido en forma pareja a todas las zonas de este mundo
interior. Debe haber pasado mucho tiempo después que apareció la vida en el
exterior, para que esta parte interna se enfriara lo suficiente y también
hubiese vida en ella. Pero es evidente que los mismos agentes afectaron a ambos
mundos”.
Recorriendo aquél mundo sorprendía, quizás más que ninguna
otra cosa, que el tiempo no existía. El sol siempre estaba en el mismo sitio,
la luminosidad era la misma, siempre perpetua, la dirección y longitud de las
sobras era siempre la misma... “¡Cómo medir el tiempo, allí donde el
tiempo no existe!”, decía el protagonista. Al no haber días y noches, al
no cambiar nunca la intensidad y posición de la luz, era imposible saber cuánto
tiempo -tal como lo entendemos nosotros- transcurría en realidad.
Y en cuanto al tamaño de ese mundo interior hay también otra
sorpresa. Si nosotros pensamos en una esfera metida dentro de otra esfera –como
este sería el caso- es lógico pensar que la superficie de la esfera interior
sea mucho más pequeña que la de la esfera exterior: sin embargo se nos pasa por
alto un detalle importante, tal como lo explica el protagonista al mostrarle un
mapa de ese planeta interior: “Mira, esto es agua, evidentemente, y todo esto
es tierra. ¿Notas la configuración de las dos zonas? Donde hay mar en la
superficie exterior, aquí hay tierra. Estas áreas relativamente pequeñas de
océanos siguen los contornos generales de los continentes de la corteza de
nuestro mundo. Sabemos que la corteza de la Tierra tiene 800 kilómetros de
espesor, luego el diámetro de este mundo interior debe ser de 11.000 kilómetros
y su superficie de unos 400 millones de kilómetros cuadrados. Tres cuartos
corresponden a la tierra. ¡Piensa en eso! ¿Una superficie terrestre interior de
300 millones de kilómetros cuadrados! Nuestro mundo no tiene mas de 80 millones
de kilómetros cuadrados de tierra, ya que el resto está cubierto de agua. Así
como a menudo comparamos a los países por sus superficies relativas, de la
misma manera podemos comparar estos dos mundos y nos encontramos con la extraña
anomalía de uno grande dentro de otro más pequeño”.
Como lo que escribió Burroughs (al igual que Verne) era una
novela de aventuras, allí aparecieron diversas razas y una sucesión trepidante
de acontecimientos. Infinidad de razas y animales que conviven en ese mundo
interior, costumbres aparentemente distintas pero comportamientos similares, al
fin, a los humanos... imaginación desbordante para hacer pasar un rato
entretenido de lectura, tanto es así que resulta difícil detener su lectura y
–dado que su extensión no es mucha- con facilidad es capaz uno de leer esta
novela de un tirón.
Con imaginación o sin ella, después de ese rato agradable de
lectura, queda dentro de nuestra conciencia un pequeño poso de intriga: ¿habrá
algo de verdad en todo esto? Y es que una cosa es cierta: es mucho más lo que
desconocemos que lo poco que creemos tener por cierto.
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2 comentarios:
La Tierra Hueca es una teoría en extremo débil, disfrazada de una mala campaña que aclama a lo que desconocemos.
Mientras no se muestren buenas fotografías de los polos, seguirán existiendo las especulaciones.
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