(AZprensa) Cuando pienso en la universidad pública de
hoy, no puedo evitar compararla con las imágenes que nos legaron las películas
de los años 60. Aquellas escenas mostraban aulas impolutas, pasillos ordenados
y estudiantes que, a pesar de su juventud —18 a 23 años—, vestían con una
elegancia que hoy parece de otra galaxia. Trajes impecables, corbatas bien
anudadas, faldas discretas y una actitud de respeto hacia el entorno y hacia lo
que la universidad representaba: un espacio de formación, no solo académica,
sino también cívica. Pero cuando hoy cruzo las puertas de una universidad
pública, el contraste me golpea como una bofetada. Lo que encuentro es un
escenario que parece más un campo de batalla ideológico que un templo del
saber.
Las paredes, que deberían ser un lienzo en blanco para el
conocimiento, están cubiertas de pintadas. Graffitis con consignas políticas,
insultos o simples garabatos sin sentido han convertido los muros en un reflejo
de la desidia. Los pasillos, antaño impecables, ahora acumulan basura, papeles
y un aire de descuido que parece gritar que a nadie le importa. Y luego están
los estudiantes. Donde antes veía jóvenes con una apariencia cuidada, hoy me
topo con un desfile de tatuajes, cabezas rapadas, melenas desaliñadas,
piercings y ropa que parece sacada de un contenedor: pantalones rotos,
sudaderas oversize y un estilo más propio de quien reniega de la sociedad que
de futuros profesionales destinados a liderarla. No se trata de juzgar la
libertad individual, pero ¿es esto el reflejo de una generación que se prepara
para asumir responsabilidades?
Lo más preocupante, sin embargo, no es el aspecto físico, sino la atmósfera ideológica que se respira. Las universidades públicas se han convertido en feudos de la ultraizquierda. Las paredes están plagadas de carteles que proclaman consignas radicales, y los alrededores parecen un campo de adoctrinamiento político. Cualquier idea que se desvíe de esta línea es silenciada con una furia que raya en lo dictatorial. He presenciado cómo se veta a conferenciantes que no comulgan con la ideología dominante, cómo se les grita, se les boicotea o incluso se les agrede. ¿Dónde queda la libertad de expresión, ese pilar que debería ser sagrado en una universidad? La ironía es que quienes dicen defender la “democracia” imponen una censura que no admite disidencia. Esto no es democracia; es una dictadura ideológica disfrazada de progresismo.
Recuerdo una ocasión en la que intenté asistir a una
charla en una universidad pública. El ponente, un académico moderado, había
sido invitado para debatir sobre economía. Antes de que pudiera empezar, un
grupo de estudiantes irrumpió en el aula, coreando consignas y acusándolo de
“fascista” sin siquiera haberle escuchado. La conferencia fue cancelada. Nadie
se atrevió a enfrentarse a la turba. Ese día entendí que la universidad ya no
es un espacio para el diálogo, sino un campo de trincheras donde solo una voz
tiene derecho a ser escuchada.
Me duele escribir esto, porque la universidad pública
debería ser un faro de conocimiento, un lugar donde se forme a los líderes del
mañana en el respeto, la tolerancia y la excelencia. Pero lo que veo es una
generación que parece más interesada en la rebeldía estética y el dogmatismo
ideológico que en prepararse para construir un futuro mejor. Si estos son los
profesionales que tomarán el relevo, me pregunto qué clase de sociedad nos
espera. La universidad pública no solo ha perdido su brillo físico; ha perdido
su alma cívica. Y eso, más que cualquier pintada en una pared, es lo que
verdaderamente me entristece.
Lo más preocupante, sin embargo, no es el aspecto físico, sino la atmósfera ideológica que se respira. Las universidades públicas se han convertido en feudos de la ultraizquierda. Las paredes están plagadas de carteles que proclaman consignas radicales, y los alrededores parecen un campo de adoctrinamiento político. Cualquier idea que se desvíe de esta línea es silenciada con una furia que raya en lo dictatorial. He presenciado cómo se veta a conferenciantes que no comulgan con la ideología dominante, cómo se les grita, se les boicotea o incluso se les agrede. ¿Dónde queda la libertad de expresión, ese pilar que debería ser sagrado en una universidad? La ironía es que quienes dicen defender la “democracia” imponen una censura que no admite disidencia. Esto no es democracia; es una dictadura ideológica disfrazada de progresismo.
Imagen superior: La Universidad Complutense de Madrid en la actualidad.
Imagen inferior: La misma universidad en la década de los sesenta.
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