miércoles, 24 de septiembre de 2025

La decadencia de la universidad pública

(AZprensa) Cuando pienso en la universidad pública de hoy, no puedo evitar compararla con las imágenes que nos legaron las películas de los años 60. Aquellas escenas mostraban aulas impolutas, pasillos ordenados y estudiantes que, a pesar de su juventud —18 a 23 años—, vestían con una elegancia que hoy parece de otra galaxia. Trajes impecables, corbatas bien anudadas, faldas discretas y una actitud de respeto hacia el entorno y hacia lo que la universidad representaba: un espacio de formación, no solo académica, sino también cívica. Pero cuando hoy cruzo las puertas de una universidad pública, el contraste me golpea como una bofetada. Lo que encuentro es un escenario que parece más un campo de batalla ideológico que un templo del saber.
 
Las paredes, que deberían ser un lienzo en blanco para el conocimiento, están cubiertas de pintadas. Graffitis con consignas políticas, insultos o simples garabatos sin sentido han convertido los muros en un reflejo de la desidia. Los pasillos, antaño impecables, ahora acumulan basura, papeles y un aire de descuido que parece gritar que a nadie le importa. Y luego están los estudiantes. Donde antes veía jóvenes con una apariencia cuidada, hoy me topo con un desfile de tatuajes, cabezas rapadas, melenas desaliñadas, piercings y ropa que parece sacada de un contenedor: pantalones rotos, sudaderas oversize y un estilo más propio de quien reniega de la sociedad que de futuros profesionales destinados a liderarla. No se trata de juzgar la libertad individual, pero ¿es esto el reflejo de una generación que se prepara para asumir responsabilidades?
 

Lo más preocupante, sin embargo, no es el aspecto físico, sino la atmósfera ideológica que se respira. Las universidades públicas se han convertido en feudos de la ultraizquierda. Las paredes están plagadas de carteles que proclaman consignas radicales, y los alrededores parecen un campo de adoctrinamiento político. Cualquier idea que se desvíe de esta línea es silenciada con una furia que raya en lo dictatorial. He presenciado cómo se veta a conferenciantes que no comulgan con la ideología dominante, cómo se les grita, se les boicotea o incluso se les agrede. ¿Dónde queda la libertad de expresión, ese pilar que debería ser sagrado en una universidad? La ironía es que quienes dicen defender la “democracia” imponen una censura que no admite disidencia. Esto no es democracia; es una dictadura ideológica disfrazada de progresismo.
 
Recuerdo una ocasión en la que intenté asistir a una charla en una universidad pública. El ponente, un académico moderado, había sido invitado para debatir sobre economía. Antes de que pudiera empezar, un grupo de estudiantes irrumpió en el aula, coreando consignas y acusándolo de “fascista” sin siquiera haberle escuchado. La conferencia fue cancelada. Nadie se atrevió a enfrentarse a la turba. Ese día entendí que la universidad ya no es un espacio para el diálogo, sino un campo de trincheras donde solo una voz tiene derecho a ser escuchada.
 
Me duele escribir esto, porque la universidad pública debería ser un faro de conocimiento, un lugar donde se forme a los líderes del mañana en el respeto, la tolerancia y la excelencia. Pero lo que veo es una generación que parece más interesada en la rebeldía estética y el dogmatismo ideológico que en prepararse para construir un futuro mejor. Si estos son los profesionales que tomarán el relevo, me pregunto qué clase de sociedad nos espera. La universidad pública no solo ha perdido su brillo físico; ha perdido su alma cívica. Y eso, más que cualquier pintada en una pared, es lo que verdaderamente me entristece.

Imagen superior: La Universidad Complutense de Madrid en la actualidad.
Imagen inferior: La misma universidad en la década de los sesenta.
 
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