(AZprensa) Siempre me he considerado una persona curiosa,
especialmente por mi formación en Publicidad. Desde que estudié la carrera de
Publicidad, supe de la existencia de los audímetros, esos dispositivos que
miden las audiencias televisivas y que, en teoría, determinan qué programas
triunfan y cuáles fracasan. Pero, a pesar de conocer su función y su
importancia en el negocio de la televisión, nunca había conocido a nadie que
tuviera uno. Ni un amigo, ni un familiar, ni un conocido. Nadie. Esto, debo
confesarlo, me llevó incluso a dudar de su existencia. ¿Y si los audímetros
eran solo una farsa? ¿Una herramienta inventada para justificar el éxito de
ciertos programas en detrimento de otros? Como supongo que les pasa a muchos,
la falta de contacto directo con un audímetro me hacía sospechar que todo podía
ser un montaje orquestado por las cadenas para manipular las audiencias. Sin
embargo, hace unos años, mi perspectiva cambió por completo cuando recibí una
propuesta inesperada: convertirme en panelista de audímetros. Y así, de la noche
a la mañana, pasé de la incredulidad a ser parte de ese enigmático sistema.
Todo comenzó con una llamada. Kantar Media, la empresa
especializada en medición de audiencias contactó conmigo para ofrecerme
participar en un panel de audímetros. No lo podía creer. ¿Era esto real?
Acepté, más por curiosidad que por otra cosa, y pronto me instalaron un pequeño
dispositivo conectado a mi televisor. Me explicaron cómo funcionaba: el
audímetro registraba en tiempo real qué programas veía, cuánto tiempo los veía
y en qué canal estaban. Además, cada miembro de mi hogar tenía un botón
asignado en un mando especial para indicar quién estaba frente a la pantalla, y
si teníamos invitados simplemente había que pulsar el botón de “invitados” con
el número de ellos, el sexo y el rango de edad. Era un sistema
sorprendentemente sencillo, pero con un impacto enorme. Mis hábitos de
visionado, junto con los de otros panelistas, se extrapolaban para representar
a miles de hogares en el país.
De repente, me sentí como si tuviera una responsabilidad
colosal: lo que yo veía en mi televisor podía influir en las decisiones de
programadores, anunciantes y productores. De la seriedad de este sistema da fe
el hecho de que me pidieron que guardara confidencialidad, que no fuese diciendo
por ahí o publicando en redes sociales que yo tenía un audímetro e influía de
forma directa en las audiencias de televisión. Estaba plenamente justificado: Si
se supiera quiénes son los panelistas, podría haber intentos de influir en sus
hábitos de visionado. Imagina el escenario: una cadena de televisión o una
agencia de publicidad podría intentar “convencer” a un panelista para que
sintonice un programa concreto e incluso incluya como espectadores de ese
programa a varios “invitados” para que el número de espectadores del mismo sea
aún mayor. Como cada panelista representa a miles de hogares, un solo acto de
corrupción podría distorsionar los datos y, con ello, el negocio millonario que
depende de esas cifras. La televisión, al fin y al cabo, vive de los anuncios,
y los anunciantes pagan en función de las audiencias. Un programa con buenos
datos de audiencia atrae más inversión publicitaria; uno con malos datos puede
acabar cancelado. Así de simple, y así de brutal.
Durante los siete años que fui panelista, viví de primera
mano cómo funcionaba este sistema. Cada noche, al encender el televisor, era
consciente de que mi elección —ya fuera una película, una serie, un partido de
fútbol o un documental— formaba parte de un cálculo mayor. No voy a mentir: a
veces sentía una especie de poder extraño, como si mis decisiones pudieran
cambiar el rumbo de un programa. Pero también sentía una gran responsabilidad.
Como dice el refrán, “con las cosas de comer no se juega”, y las audiencias
son, literalmente, el sustento de miles de personas que trabajan en la
industria televisiva y en las empresas anunciantes. Productores, guionistas,
actores, técnicos, publicistas… todos dependen de esos datos que, en parte, yo
ayudaba a generar. Esto me llevó a ser muy serio con mi papel. No podía
permitirme ver un programa solo porque “alguien me lo pidiera” o porque
quisiera inflar artificialmente sus números. Mi labor era reflejar fielmente
mis hábitos reales de consumo televisivo.
El audímetro en sí era un dispositivo discreto, casi
invisible, pero su presencia en mi hogar me hacía pensar constantemente en el
impacto de la televisión en nuestras vidas. Aprendí que las audiencias no solo
determinan qué programas sobreviven, sino también qué tipo de contenidos se
producen. Si un programa de entrevistas culturales tiene bajos índices, es
probable que sea reemplazado por un reality más sensacionalista que atraiga más
espectadores. Y eso, en última instancia, moldea la oferta cultural que
recibimos como sociedad. Ser panelista me hizo más consciente de cómo mis
decisiones, por pequeñas que parecieran, formaban parte de un ecosistema mucho
más grande.
Cuando finalizó mi período de siete años como panelista,
sentí una mezcla de alivio y nostalgia. Alivio, porque ya no tenía que llevar
la carga de esa responsabilidad; nostalgia, porque había sido parte de algo
mucho más grande que yo mismo. Ahora, libre del acuerdo de confidencialidad,
puedo decirlo alto y claro: los audímetros existen, no son una farsa. Son
herramientas reales que recopilan datos reales, y su influencia en el negocio
de la televisión y la publicidad es innegable. Cada dato que generan tiene un
impacto directo en las decisiones que toman las cadenas, los anunciantes y los
creadores de contenido. Y detrás de esos datos hay personas como yo, anónimas,
pero con una responsabilidad enorme.
Mi experiencia como panelista me enseñó que los
audímetros no son solo dispositivos tecnológicos, sino piezas clave en un
sistema que sostiene una industria millonaria. También me hizo apreciar la
importancia de la transparencia y la honestidad en este proceso, porque falsear
las audiencias sería como jugar con el pan de miles de personas. Así que, para
aquellos que alguna vez se preguntaron “¿pero hubo alguna vez 3.000
audímetros?”, puedo responder con certeza: sí, los hubo, los hay, y yo fui
parte de ellos. Y créanme, su impacto es tan real como el mando a distancia que
tienes en la mano.
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