martes, 23 de septiembre de 2025

¿Pero hubo alguna vez 3.000 audímetros?

(AZprensa) Siempre me he considerado una persona curiosa, especialmente por mi formación en Publicidad. Desde que estudié la carrera de Publicidad, supe de la existencia de los audímetros, esos dispositivos que miden las audiencias televisivas y que, en teoría, determinan qué programas triunfan y cuáles fracasan. Pero, a pesar de conocer su función y su importancia en el negocio de la televisión, nunca había conocido a nadie que tuviera uno. Ni un amigo, ni un familiar, ni un conocido. Nadie. Esto, debo confesarlo, me llevó incluso a dudar de su existencia. ¿Y si los audímetros eran solo una farsa? ¿Una herramienta inventada para justificar el éxito de ciertos programas en detrimento de otros? Como supongo que les pasa a muchos, la falta de contacto directo con un audímetro me hacía sospechar que todo podía ser un montaje orquestado por las cadenas para manipular las audiencias. Sin embargo, hace unos años, mi perspectiva cambió por completo cuando recibí una propuesta inesperada: convertirme en panelista de audímetros. Y así, de la noche a la mañana, pasé de la incredulidad a ser parte de ese enigmático sistema.
 
Todo comenzó con una llamada. Kantar Media, la empresa especializada en medición de audiencias contactó conmigo para ofrecerme participar en un panel de audímetros. No lo podía creer. ¿Era esto real? Acepté, más por curiosidad que por otra cosa, y pronto me instalaron un pequeño dispositivo conectado a mi televisor. Me explicaron cómo funcionaba: el audímetro registraba en tiempo real qué programas veía, cuánto tiempo los veía y en qué canal estaban. Además, cada miembro de mi hogar tenía un botón asignado en un mando especial para indicar quién estaba frente a la pantalla, y si teníamos invitados simplemente había que pulsar el botón de “invitados” con el número de ellos, el sexo y el rango de edad. Era un sistema sorprendentemente sencillo, pero con un impacto enorme. Mis hábitos de visionado, junto con los de otros panelistas, se extrapolaban para representar a miles de hogares en el país.
 
De repente, me sentí como si tuviera una responsabilidad colosal: lo que yo veía en mi televisor podía influir en las decisiones de programadores, anunciantes y productores. De la seriedad de este sistema da fe el hecho de que me pidieron que guardara confidencialidad, que no fuese diciendo por ahí o publicando en redes sociales que yo tenía un audímetro e influía de forma directa en las audiencias de televisión. Estaba plenamente justificado: Si se supiera quiénes son los panelistas, podría haber intentos de influir en sus hábitos de visionado. Imagina el escenario: una cadena de televisión o una agencia de publicidad podría intentar “convencer” a un panelista para que sintonice un programa concreto e incluso incluya como espectadores de ese programa a varios “invitados” para que el número de espectadores del mismo sea aún mayor. Como cada panelista representa a miles de hogares, un solo acto de corrupción podría distorsionar los datos y, con ello, el negocio millonario que depende de esas cifras. La televisión, al fin y al cabo, vive de los anuncios, y los anunciantes pagan en función de las audiencias. Un programa con buenos datos de audiencia atrae más inversión publicitaria; uno con malos datos puede acabar cancelado. Así de simple, y así de brutal.
 
Durante los siete años que fui panelista, viví de primera mano cómo funcionaba este sistema. Cada noche, al encender el televisor, era consciente de que mi elección —ya fuera una película, una serie, un partido de fútbol o un documental— formaba parte de un cálculo mayor. No voy a mentir: a veces sentía una especie de poder extraño, como si mis decisiones pudieran cambiar el rumbo de un programa. Pero también sentía una gran responsabilidad. Como dice el refrán, “con las cosas de comer no se juega”, y las audiencias son, literalmente, el sustento de miles de personas que trabajan en la industria televisiva y en las empresas anunciantes. Productores, guionistas, actores, técnicos, publicistas… todos dependen de esos datos que, en parte, yo ayudaba a generar. Esto me llevó a ser muy serio con mi papel. No podía permitirme ver un programa solo porque “alguien me lo pidiera” o porque quisiera inflar artificialmente sus números. Mi labor era reflejar fielmente mis hábitos reales de consumo televisivo.
 
El audímetro en sí era un dispositivo discreto, casi invisible, pero su presencia en mi hogar me hacía pensar constantemente en el impacto de la televisión en nuestras vidas. Aprendí que las audiencias no solo determinan qué programas sobreviven, sino también qué tipo de contenidos se producen. Si un programa de entrevistas culturales tiene bajos índices, es probable que sea reemplazado por un reality más sensacionalista que atraiga más espectadores. Y eso, en última instancia, moldea la oferta cultural que recibimos como sociedad. Ser panelista me hizo más consciente de cómo mis decisiones, por pequeñas que parecieran, formaban parte de un ecosistema mucho más grande.
 
Cuando finalizó mi período de siete años como panelista, sentí una mezcla de alivio y nostalgia. Alivio, porque ya no tenía que llevar la carga de esa responsabilidad; nostalgia, porque había sido parte de algo mucho más grande que yo mismo. Ahora, libre del acuerdo de confidencialidad, puedo decirlo alto y claro: los audímetros existen, no son una farsa. Son herramientas reales que recopilan datos reales, y su influencia en el negocio de la televisión y la publicidad es innegable. Cada dato que generan tiene un impacto directo en las decisiones que toman las cadenas, los anunciantes y los creadores de contenido. Y detrás de esos datos hay personas como yo, anónimas, pero con una responsabilidad enorme.
 
Mi experiencia como panelista me enseñó que los audímetros no son solo dispositivos tecnológicos, sino piezas clave en un sistema que sostiene una industria millonaria. También me hizo apreciar la importancia de la transparencia y la honestidad en este proceso, porque falsear las audiencias sería como jugar con el pan de miles de personas. Así que, para aquellos que alguna vez se preguntaron “¿pero hubo alguna vez 3.000 audímetros?”, puedo responder con certeza: sí, los hubo, los hay, y yo fui parte de ellos. Y créanme, su impacto es tan real como el mando a distancia que tienes en la mano.
 
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