jueves, 16 de junio de 2016

Vivir en la Antártida

(AZprensa) La Antártida es un continente cubierto de forma permanente, desde hace miles de años, por hielo. Es el lugar más elevado, seco, frío, ventoso y vacío de nuestro planeta. El 97 por ciento de su superficie está cubierto de hielo y, para hacernos una idea de su tamaño, diremos que es una vez y media más grande que Estados Unidos. Sin embargo no pertenece a ningún país ni tiene, prácticamente, habitantes. La Antártida no es propiedad de nadie y se administra mediante un tratado internacional siendo varios países los que tienen alguna pequeña población costera y diversas bases científicas en el interior de dicho territorio. Pero ¿cómo es la vida allí, en especial para los científicos que viven aislados en las bases del interior?


En la Antártida sólo hay un día y una noche, eso sí, con un amanecer y un atardecer larguísimo, como dicen con humor muchos de los científicos que allí hibernan y trabajan. En verano hay frío y luz constante, mientras que en invierno hay frío más intenso aún y oscuridad total. Durante ocho meses y medio (de febrero a octubre) los científicos de estas bases están completamente aislados, al quedar sus bases completamente inaccesibles ya que hasta el aceite de los motores de los aviones se congelaría. La capa de hielo supera los 2.700 metros de espesor por lo que la altitud general del continente supera los 2.800 metros.


Pero es que incluso su conexión con el mundo exterior está limitada, ya que los satélites de comunicaciones sólo asoman unos grados por encima del horizonte, por lo que sólo se dispone de unas pocas horas al día –y de mala calidad- para conectarse mediante Internet con el resto del mundo.


La temperatura media es de –38ºC aunque el record se registró en 1983 con una temperatura de –89ºC. Las bases científicas suelen estar protegidas por una cúpula exterior en cuyo interior la temperatura puede rondar los –48ºC. En ese espacio intermedio entre el exterios y los habitáculos de las personas, se suelen almacenar los alimentos, ya que con temperaturas entre –25ºC y –75ºC hasta los microbios se mueren o quedan aletargados. Por el contrario, para aquellos otros alimentos que no deben conservarse congelados, se dispone de frigoríficos que en realidad son estufas, ya que deben producir calor –en vez de frío- para elevar la temperatura por encima del punto de congelación.


Con estas temperaturas no es de extrañar que cada persona lleve unos 10 a 14 kilos de ropa puesta, dispuesta en varias capas, y confeccionada con materiales especialmente diseñados para soportar tan bajas temperaturas.


Hacer la colada en esas condiciones no resulta cómodo y esta suele realizarse una vez por semana, aunque ciertas prendas como los parkas (rellenos de plumón) no se lavan nunca, por lo que pronto adquieren colores grisáceos.


Es cierto que hay agua en abundancia (todo el continente está helado) por lo que se dispone de una cantidad ilimitada de agua (hielo) que suele tomarse de la capa exterior. Ese hielo que se derrite para beber y lavarse, probablemente lleve más de cien años caído.


Si hay dos bienes realmente valiosos en la Antártida,  estos son sin duda el espacio habitable y el combustible necesario para producir energía; empezando precisamente por el agua para uso humano, la cual hay que derretirla primero y eso exige consumo de combustible, un recurso escaso, caro y difícil de manejar.


La energía se consigue de motores diesel que hacen rotar generadores gigantes quemando combustible de aviones, pero estos no pueden trabajar en el exterior ya que ese carburante se convierte en un gel pegajoso a partir de –60ºC.


El aseo personal también entraña notables inconvenientes. Se suele disponer de unos dos minutos (dos veces por semana) para ducharse, porque ya hemos dicho que calentar el hielo para derretirlo y poder beber o lavarse consume muchos recursos. Afortunadamente, hoy en día también disponen de una sauna en donde poder calentarse y combatir, cuando sea necesario, los problemas –por otra parte, frecuentes- de congelación.


Los baños son minúsculos (cuanto mayor sea el espacio más energía se necesitará para calentar cualquier estancia) y son compartidos de forma indistinta por hombres y mujeres. El pis se hace en unas botellas (los hombres) o en unos tarros (las mujeres) y después se vierte su contenido en unos barriles. En cuanto a la caca, hay un vater pero sólo se tira de la cisterna cuando es realmente necesario. Todos esos residuos humanos van a parar a un pozo y eso es lo único que no se reenvía al país de origen para reciclar.


Y es que todos están de acuerdo en preservar lo más posible la pureza de este continente helado. No se puede usar perfume ni desodorante porque contaminan. Los aparatos eléctricos de uso no profesional, que superen los 100 vatios, están prohibidos, y las pilas se agotan enseguida. El frío es tan intenso que si se cae, por ejemplo, una llave inglesa al suelo, esta se parte. Y allí no hay piezas de repuesto ni ningún servicio de mensajería que pueda llevar los recambios; cada aparato que se rompa o estropee debe ser reparado por los propios científicos con lo que buenamente tengan al alcance.


Todos los desechos, los desperdicios, etc. se envían en verano –cuando las condiciones climáticas lo permiten- al país de origen para reciclar. Incluso si durante el invierno muere alguien, entonces se lava el cuerpo y se guarda congelado hasta que al llegar la primavera se pueda repatriar.


Como puede comprenderse, vivir en esas condiciones se hace extremadamente duro: espacios reducidos, frío insoportable y, sobre todo, un solo día y una sola noche. Sobre todo en este último caso, el de la noche eterna, los moradores de estas estaciones deben programar actividades y comidas diferentes para cada día de la semana, a fin de tener unas referencias que les permitan comprender el paso del tiempo y mantener la cordura.


Además las comunidades apenas se componen de unos pocos individuos, nunca más de 40 y con frecuencia bastantes menos. La convivencia durante tantos meses, en ese entorno monótono, cerrado y desapacible, con presencia cercana, escasa intimidad, etc., provoca roces y todo tipo de problemas sociales que deben solventar buenamente por ellos mismos ya que no existe ninguna autoridad externa. Cosas tan sencillas como degustar un tomate o unas hojas de lechuga constituyen todo un acontecimiento, y por la misma razón, cualquier tontería puede dar lugar a la más enconada y absurda discusión.


Este es el ambiente general, pero ¿qué decir de lo relacionado con la salud y la enfermedad en estas condiciones?


Ejercer la medicina cuando la temperatura oscila entre –30ºC y –70ºC la mayor parte del año, tal como sucede en la Antártida, no resulta nada fácil. Para empezar, allí no hay ningún comité médico que supervise las actuaciones, nadie estudia la seguridad de los atípicos procedimientos médicos que suelen utilizarse aunque dichos conocimientos van pasando de unos médicos a otros según se van dando el relevo, y para colmo, el mejor informe médico disponible es el “Manual Polar” de la Marina de los Estados Unidos, editado el año... 1965!


Para cualquier recién llegado a una estación de investigación en la Antártida, hay una serie de modificaciones en su propio cuerpo que llaman indudablemente la atención. De entrada, aun cuando la temperatura de los habitáculos esté por encima de cero y los científicos lleven varios kilos de ropa especial encima, su temperatura corporal nunca supera los 36ºC.


También es muy visible cómo las uñas crecen mucho pero se hacen duras y difíciles de cortar, y las de los pies más aún. En pleno invierno se suele formar una media luna de sangre debajo de cada uña, aunque no duele. Otro tanto sucede al pelo que, o bien crece muy deprisa o por el contrario deja de crecer.


Cuando una persona se ensucia lo bastante, su piel se descama, un proceso que viene a ser un sistema natural de limpieza en seco. La piel, sobre todo la de las manos, tiende a secarse y resquebrajarse, abriéndose grietas profundas y duras que no cicatrizan. Aunque parezca increíble, lo único que consigue cerrarlas es el pegamento de contacto que a pesar de su toxicidad (por ejemplo no puede utilizarse para pegar un diente roto ya que podría dañar el nervio) no produce daños apreciables.


En cuanto a las heridas, es conveniente frotarlas con aceite con vitamina E para que cicatricen mejor; sin embargo se observa cómo las heridas no cicatrizan bien durante los meses de luz constante y en cambio cicatrizan mucho mejor durante los meses de oscuridad invernal.


Son muy frecuentes también las hemorragias nasales, debido posiblemente a la escasa humedad y a la altitud (recordemos que el espesor de la capa de hielo que hay sobre la tierra continental supera ampliamente los dos kilómetros). Cuando las temperaturas externas están por debajo de los –34ºC (como allí es habitual) hay que recurrir en estos casos a la epinefrina para detener las hemorragias y si esto no es suficiente, a la cauterización.


En el Polo Sur no pueden utilizarse tiritas ni esparadrapo porque allí no son capaces de adherirse a la piel, por ello los científicos que trabajan en estas estaciones deben utilizar para estos menesteres cinta aislante, de esa que se utiliza para proteger los cables eléctricos o pegar tuberías.


Y más vale tener bien la vista porque allí no se pueden utilizar lentillas ya que estas se quedarían pegadas a la córnea; por ello, quien lo necesite, deberá usar gafas, aunque con el inconveniente de tener que estar siempre limpiándolas porque se empañan constantemente.


Afortunadamente para los pequeños grupos de personas que deben convivir en esos reducidos espacios por espacio de seis meses o un año (recordemos que durante los meses de invierno quedan completamente desconectados del mundo exterior, sin posibilidad alguna de rescate), se ha comprobado cómo al poco tiempo cada uno de los miembros desarrolla sus propios anticuerpos contra los gérmenes de los otros compañeros que tiene al lado de forma permanente, y gracias a ello no suelen surgir nuevas infecciones.


Los efectos de la hipoxia crónica (síndrome generado por la falta de oxígeno) y de la hipotermia, aún no se han estudiado a fondo. El metabolismo se acelera cuando recibe luz del sol continuada, mientras que el frío aumenta el tamaño de las glándulas suprarrenales. En verano, la gente se vuelve nerviosa, hiperactiva e irascible. Además, por la hipoxia crónica y la falta del ciclo luz/oscuridad, la gente desarrolla el “Síndrome de los ojos como platos”, caracterizado por insomnio, falta de orientación y pérdida de memoria.


Sin embargo lo peor de todo son las consecuencias del “Fenómeno de altitud fisiológica”. ¿En qué consiste? Veamos: la fuerza centrífuga de la rotación terrestre hace que la atmósfera se ensanche en el ecuador y se estreche en los polos. Así, la masa de aire en el ecuador pesa más que en los polos, con lo cual la masa de aire en los polos es más fina y ligera allí, a 2.800 metros de altitud, que a la misma altitud en cualquier otro lugar del planeta. Además, la baja presión barométrica hace que la sangre absorba menos oxígeno y la altitud fisiológica sea la equivalente a 3.700 metros de altitud real.


Los síntomas derivados de esto son numerosos y preocupantes: cansancio, falta de concentración, alteraciones del sueño, náuseas... es decir, los síntomas clásicos de un “mal de altura” como el que suele afectar a los alpinistas. La visión comienza a reducirse entre los 1.500 y 2.500 metros y el razonamiento conceptual empieza a fallar a partir de los 3.600 metros.


Como consecuencia de una estancia en aquél lugar, la saturación de oxígeno en la sangre se reduce a menos del 88 por ciento, cuando lo normal es que oscile entre el 95 y el 100 por cien. Esta hipoxia crónica va eliminando células cerebrales, una reducción en torno al 13 por ciento a corto plazo para las personas que hibernan allí, según se ha constatado en algunos estudios.


Por esta falta de estímulos sensoriales y por la hipoxia crónica, no sólo se afecta la visión sino también el comportamiento y se producen con frecuencia lapsus amnésicos. Se pierde la capacidad de memorizar y se reduce el vocabulario. Por ejemplo: se pueden visualizar las palabras y conocer su significado, pero no se es capaz de emplearlas.


Es evidente la dureza de vivir, aunque sea por espacios cortos de tiempo, en condiciones tan duras como las que se dan en este sexto continente. No es raro que quienes pasan allí una temporada no experimente en algún momento el “Síndrome de estar quemado”, caracterizado por el deseo de huir de la compañía de los demás y quedarse absorto contemplando el vacío, con una falta evidente de capacidad de atención y de pérdida de memoria. Pero, por el contrario, bien sea por el cerebro poco oxigenado o por alteraciones de las glándulas suprarrenales, el caso es que allí se ríe mucho y –quizás ayudado por la monotonía del entorno cerrado- cualquier chorrada es un acontecimiento. Y eso sin tener que recurrir al alcohol porque, como ya se sabe, cuando hay menos oxígeno aumentan sus efectos.

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