(AZprensa) Ahora todo
aquél que quiera trabajar en cualquier empresa necesita hablar inglés. En los
años 70 no era tan frecuente, así que sólo en ciertos puestos directivos se
exigía dicho conocimiento; para los demás puestos era un punto más a favor pero
no algo imprescindible. Ya había trabajado seis años en Latino-Syntex, que
acabó siendo cien por cien norteamericano y no me habían exigido inglés; para
la agencia de publicidad para la que acababa de entrar a trabajar, tampoco me
habían exigido inglés… y así, confiado, seguí buscando trabajo en la industria
farmacéutica sin preocuparme por aprender a hablar inglés (una cosa es saber
palabras y gramática y otra muy distinta es saber hablar).
Una de las
entrevistas que tuve en esta etapa de transición fue en el laboratorio Boiron.
La entrevista me la hizo su director general y todo transcurría
satisfactoriamente ya que mi experiencia de seis años en un laboratorio de
prestigio como era Latino-Syntex me hacía idóneo para el puesto, pero entonces
surgió la pregunta: “¿Sabes inglés?”. Le expliqué que saber, lo que se dice
saber… pues hombre, lo había estudiado, sabía bastante aunque no lo había
practicado durante mis seis años en mi anterior laboratorio… vamos que algo
sabía pero no me veía capaz de hablarlo. Pero inmediatamente cambié el rumbo de
la conversación y le dije una verdad como un templo: “Aprender un idioma se
aprende en varios meses de dedicación y estudio, pero una experiencia como la
mía sólo se consigue con muchos años”. Yo estaba convencido de lo que decía: si
haces un curso intensivo de inglés al cabo de unos meses sabrás defenderte en
ese idioma, pero en unos pocos meses no puedes atesorar una experiencia de años
como la que yo había adquirido.
Sin embargo,
el director de Boiron no estaba conforme con mis planteamientos y me confesó
que una vez iba en avión, en un vuelo internacional, y le pidió agua a la
azafata. Aunque él sabía que agua en inglés se dice “water” parece ser que su
pronunciación no era muy buena o la azafata tenía hipoacusia, el caso es que a
pesar de sus múltiples esfuerzos no consiguió que la azafata entendiese que él
quería beber agua. Con tan insólita confesión, me daba a entender que aprender
inglés era muy difícil y requeriría mucho tiempo, y por lo tanto no podía
elegirme para ese puesto.
Por mi
parte, cuando salí de allí, tardé mucho tiempo en recuperarme de mi asombro.
¿Cómo era posible que no fuese capaz de hacerle saber a la azafata que quería
agua? Si ese hubiera sido mi caso, yo se lo hubiera pronunciado de mil maneras,
se lo habría escrito o dibujado en un papel, hubiera recurrido a la mímica…
todo menos quedarme con sed. ¡Hay que ser muy torpe para no dar a entender que
quieres beber agua! Prueba de ello es que poco después empecé a viajar al
extranjero y seguía sin saber inglés, sólo cuatro cosas, y sin embargo nunca
tuve problemas para moverme por Francia o por Holanda –por ejemplo- con cuatro
pinceladas de inglés y mucha mímica.
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