(AZprensa) Hasta hace poco más de un siglo, las farmacias
contaban con un amplio catálogo de principios activos e instrumental de
laboratorio puesto que el farmacéutico debía preparar él mismo la mayor parte
de los remedios medicinales y necesitaba, por tanto, contar con un catálogo y
stock suficiente, así como con el instrumental necesario para preparar muchos
de los medicamentos que se dispensaban. Existía también una lista de precios
oficiales a la que debían atenerse, así como unas bases generales para
establecer el precio de aquellos preparados que no estuviesen previamente
catalogados. Más adelante se bautizaría al producto final como “específico”
cuando el principio o principios activos estaban claramente identificados y
había sido elaborado por el propio farmacéutico. Este nombre de “específico” se
legalizó años más tarde aunque con finalidad fiscal únicamente. Eran los
primeros años de la industria farmacéutica, como tal “industria” en España.
En realidad los primeros “específicos” se importaban de
otros países, principalmente Francia, y su auge dio pie a que posteriormente se
fabricasen también en nuestro país. Así, por ejemplo, en el año 1885 había en
España 1.400 farmacéuticos que vendían sus propios específicos y una Real Orden
de junio de 1893 vino a poner orden dictaminando que tendría la consideración
de “específico” todo “medicamento nacional o extranjero, designado con el
nombre de los componentes y el del autor que lo ideó o confeccionó, no inscrito
en la Farmacopea Oficial, o que, aun estándolo, se expide por unidades de
envase (frasco, botella, caja, paquete, etc.,…) que lo contiene con etiqueta
impresa o prospectos, consignando aquellos particulares usos o dosis”.
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