La farmacia de mi padre estaba en el barrio de Palomeras, en el extrarradio de Madrid. Tan pobre era aquella zona que las calles ni siquiera tenían nombre, sólo números. La suya era la calle “Cuatro”. El suelo era de tierra y no había aceras. A cada lado, casas bajas individuales, algunas con agua corriente, otras no. Y allí al final, estaba la farmacia. Cada día tenía que hacer mi padre ese recorrido y alguna que otra vez escuchaba ese grito de “¡Agua va!” y se paraba para que no le cayese encima el agua sucia que lanzaban con un cubo hasta el centro de la calle. Pero el oído no era el punto fuerte de mi padre, así que una vez no lo escuchó bien y le cayó toda el agua sucia encima.
Cuando llegó a casa contó lo que le había sucedido y yo estaba presente. Ya se sabe que los niños son una esponja y absorben todo lo que ven y escuchan aunque no nos demos cuenta. Total, que aquél niño que era yo interpretó que era una cosa normal eso de tirar cubos de agua sucia a la calle y así lo archivé en mi memoria.
Semanas más tarde (o quizás fueron meses más tarde) se murió Cleo, el pez rojo que con tanto mimo cuidaba en su pecera de cristal. ¿Qué hacer con él? Me vino entonces a la memoria la costumbre que tenían los mayores del “¡Agua va!” así que ni corto ni perezoso me fui a la terraza y grité “¡Agua va!” al tiempo que lanzaba toda el agua de la pecera junto con el cadáver del pez por la terraza… ¡y vivía en un octavo piso!
Por fortuna no le cayó encima a nadie, lo cual quiere decir que a mí no me cayó ninguna bronca, pero sí pude aprender después que esas cosas no se hacen aunque las hagan los mayores.
"Médico, periodista y poeta", así era la vida, la medicina y la farmacia en los pequeños pueblos de España hace más de un siglo.
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