(AZprensa)
Aunque hoy día nos resulten anacrónicos los remedios medicinales que se
utilizaban a finales del siglo XIX, la verdad es que constituían un ejemplo de
lo que era la más avanzada farmacopea de la época. La leche de burra, por
ejemplo, se utilizaba ampliamente como laxante y sedante ligero, capaz de
combatir la tuberculosis y las irritaciones intestinales, e incluso se empleaba
en el tratamiento de trastornos nerviosos leves e incluso en cosmética.
Un
artículo de la época, publicado en el periódico “El Eco de Daimiel” nos explica
esta curiosa historia:
“Todos saben que la leche de burras es un
excelente medicamento para curar ciertas enfermedades de las vías respiratorias
y para normalizar, en algunos individuos las funciones del aparato digestivo;
pero lo que no todos saben es cuando y cómo empezó a utilizarse.
Hallándose Francisco I de Francia muy débil y
molesto por una afección, un médico judío le ordenó el uso de la leche de
burras. El remedio produjo efectos rápidos y maravillosos; el rey recuperó su
salud en muy poco tiempo, y toda la corte se hizo eco de las virtudes
extraordinarias del singular medicamento. Los cortesanos que no conocen límites
en imitar todo aquello que hace su señor, dieron en tomar como él leche de
burra, y en poco tiempo, no solo era costumbre, sino indicio de buen tono,
poseer uno de estos animales en compañía de los caballos de lujo. El rebuzno
oído en las casas grandes era señal de elegancia. Y de ésta manera, se
popularizó su uso en toda Europa hasta nuestros días”.
Esta es una de las muchas historias curiosas
que se recogen en la biografía del Dr. Gaspar Fisac Orovio (1859-1937), médico,
periodista y poeta, publicada con el título “Una lágrima es un beso”:
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