Una vez instalado Alfredo Rubín en Barcelona, se creó un
Comité de Comunicación de todas las empresas del grupo ICI en España: ICI
España, ICI Mevisa, Stahl Ibérica, SES Ibérica, ICI Farma e ICI Zeltia. Los
responsables de Comunicación en cada una de esas compañías nos reuníamos
periódicamente para tratar de aunar esfuerzos y potenciar la imagen corporativa
del grupo. Curiosamente yo era el único experto de Comunicación que formaba
parte de ese Comité de Comunicación... en las demás compañías no existía nadie
ni con una formación ni con una experiencia contrastada en esta área.
En estas reuniones coincidía con la secretaria de Alfredo
Rubín, Matilde Casals, una catalana encantadora, quien me dijo en una ocasión
“El Sr. Rubín ha dicho que es una pena que no sepas inglés, porque sería muy
bueno para tu carrera dentro del grupo”. Yo me quedé con la copla y decidí que
tenía que aprender inglés, que ya iba siendo hora. Me apunté a un curso de
inmersión total en inglés que se desarrollaba durante una semana en régimen de
internado (dos alumnos por profesor, ocho horas diarias de clase y el resto del
tiempo hablando siempre en inglés) en un pueblo de Segovia. Le comenté a
Enrique Portús que quería hacer ese curso aunque yo estaba dispuesto a pagármelo
(300.000 pesetas del año 1982) y él aceptó que dispusiese de los días
laborables necesarios para hacer el curso sin descontármelos de mis días de
vacaciones. Aquello se tradujo en que por fin pudiese “soltarme” en inglés e
incluso viajar a una reunión internacional en Manchester para hacer una
chapucera presentación en inglés pero que causó muy buena impresión. Tanto fue
así, que pocos meses después, Portús decidió que otro compañero, el jefe de
Productos Carlos Palomar y yo, fuésemos a hacer otra semana de inmersión a ese
mismo lugar, aunque esta vez pagado todo por la empresa. Como Carlos Palomar
partía con un nivel de inglés superior al mío, nos encuadraron en distintos
grupos, lo que en mi caso se tradujo en tener como compañero a otro estudiante
que sabía menos inglés que yo y por lo tanto el profesor tenía que ir tirando
siempre de él para que pudiésemos avanzar y no le saqué todo el partido que
hubiera deseado a esta segunda semana. Por consiguiente, esa segunda semana de
inmersión no me dejó tan buen recuerdo (en cuanto a progresos) como la primera,
y así se lo conté después a sus responsables, los cuales lamentaron lo
sucedido, comprendieron mis razones y valoraron mi interés, tanto fue así que
me ofrecieron otra semana “gratis total” (tanto para la empresa como para mí)
al cabo de unos meses. Y sí, esa tercera semana fue la más positiva de todas.
Éramos dos alumnos por profesor, con ocho horas diarias de clase. En las
comidas, en los paseos que dábamos por las afueras del pueblo al terminar las
clases o en las partidas de billar –cervecita incluida- que disfrutábamos al
caer la noche, hablábamos siempre en inglés y adquirí la suficiente soltura
como para atreverme a comunicarme con cualquier persona en inglés. Sin salir de
España, simplemente recluido en un pequeño pueblo de la provincia de Segovia,
fue suficiente para cumplir mi sueño de ser capaz de manejarme en inglés; no de
una forma fluida pero sí al menos suficiente para entenderme con los colegas
extranjeros en este idioma.
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