(AZprensa) En la era de la medicina moderna, los avances
tecnológicos han revolucionado el diagnóstico y tratamiento de enfermedades. La
precisión de las pruebas médicas actuales permite detectar anomalías
minúsculas, incluso en personas que se sienten perfectamente sanas. Sin
embargo, esta capacidad diagnóstica, lejos de ser siempre una bendición, ha
dado lugar a un fenómeno preocupante: la excesiva medicalización de la vida. Lo
que comienza como una exploración rutinaria puede convertirse en una espiral de
pruebas, tratamientos e intervenciones que, en muchos casos, generan más
perjuicios que beneficios, transformando a personas sanas en pacientes
crónicos.
La trampa del diagnóstico precoz
El desarrollo de tecnologías como resonancias magnéticas,
análisis genéticos o biomarcadores ultrasensibles ha permitido identificar
alteraciones que, en muchos casos, no suponen un riesgo real para la salud. Por
ejemplo, un pequeño nódulo tiroideo, una anomalía en un análisis de sangre o
una imagen ambigua en una prueba radiológica pueden ser hallazgos comunes en
personas sanas. Sin embargo, la detección de estas “anomalías” desencadena un
protocolo médico que a menudo incluye más pruebas, medicamentos e incluso
intervenciones quirúrgicas, todas con sus propios riesgos y efectos secundarios.
El problema radica en que no todos los hallazgos clínicos
son relevantes. Estudios han demostrado que muchas de estas anomalías, como
ciertos quistes o lesiones benignas, nunca evolucionarían hacia una enfermedad
grave. Sin embargo, la lógica del sistema sanitario actual, impulsada por el
principio de “prevenir es mejor que curar” y, en algunos casos, por intereses
económicos, empuja a médicos y pacientes a actuar ante cualquier indicio, por
mínimo que sea. Así, una persona sana que acude a un chequeo rutinario puede
salir con un diagnóstico que la etiqueta como enferma, iniciando un ciclo de
intervenciones médicas innecesarias.
La espiral de pruebas y tratamientos
Una vez que se detecta “algo”, el sistema médico tiende a
perpetuar una dinámica de hipervigilancia. Una prueba inicial lleva a otra más
específica, que a su vez puede generar resultados ambiguos que requieren aún
más estudios. Cada una de estas pruebas, desde biopsias hasta resonancias,
conlleva riesgos: radiación, infecciones, falsos positivos o incluso
complicaciones físicas y psicológicas. Por ejemplo, una mamografía que detecta
una lesión dudosa puede derivar en una biopsia, que a su vez puede generar
ansiedad, dolor o complicaciones, incluso si el resultado final es benigno.
A esto se suma la prescripción de medicamentos, muchos de
los cuales tienen efectos secundarios significativos. Por ejemplo, el uso
prolongado de inhibidores de la bomba de protones para problemas digestivos
menores puede provocar deficiencias nutricionales, mientras que los analgésicos
o antiinflamatorios pueden afectar riñones o hígado. En casos extremos, la
detección de una anomalía lleva a intervenciones quirúrgicas, como la
extirpación de un órgano “por precaución”, con riesgos inherentes como
infecciones, hemorragias o secuelas permanentes.
El impacto psicológico y social
La medicalización no solo afecta la salud física, sino
también la mental y emocional. Ser etiquetado como “paciente” genera ansiedad,
miedo y una percepción alterada de la propia salud. Personas que antes se
sentían bien comienzan a vivir con el temor constante de estar enfermas, lo que
puede derivar en trastornos de ansiedad o depresión. Además, el itinerario
médico interminable consume tiempo, recursos económicos y energía, afectando la
calidad de vida y las relaciones personales.
El sistema sanitario, en su afán por no dejar nada al
azar, a menudo ignora el principio fundamental de la medicina: “primum non
nocere” (primero, no hacer daño). La intervención excesiva puede transformar a
una persona sana en alguien dependiente del sistema médico, atrapada en un
ciclo de consultas, pruebas y tratamientos que, paradójicamente, deterioran su
salud en lugar de mejorarla.
Un cambio de paradigma necesario
Para contrarrestar esta tendencia, es necesario un cambio
en la forma en que abordamos la medicina. Los profesionales de la salud deben
priorizar la relevancia clínica sobre la detección indiscriminada, evaluando
cuidadosamente si un hallazgo justifica intervención. Esto implica una
comunicación más transparente con los pacientes sobre los riesgos y beneficios
de cada prueba o tratamiento, así como una mayor tolerancia a la incertidumbre
médica, aceptando que no todas las anomalías requieren acción inmediata.
Por su parte, los pacientes deben tomar decisiones
informadas, cuestionando la necesidad de pruebas o tratamientos y valorando los
riesgos de la sobreintervención. La sociedad, en general, necesita replantearse
su relación con la medicina, abandonando la idea de que más diagnóstico
equivale siempre a mejor salud.
La excesiva medicalización de la vida es un problema
creciente que convierte a personas sanas en pacientes perpetuos, atrapados en
un sistema que, con buenas intenciones, puede acabar causando más daño que
beneficio. La medicina moderna debe encontrar un equilibrio entre aprovechar
sus avances tecnológicos y respetar los límites de la intervención, para que la
búsqueda de la salud no se convierta en una enfermedad en sí misma. Ya va
siendo hora de recuperar el sentido común en la práctica médica y priorizar el
bienestar real de las personas por encima de la detección obsesiva de lo
insignificante.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac
Así eran los médicos “de antes”… “Médico, periodista y poeta”: https://www.amazon.es/dp/1706950551
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