sábado, 4 de diciembre de 2021

Cuando la clase de inglés era un poema

(AZprensa) 
La enseñanza del idioma inglés es un auténtico martirio para los españoles, sobre todo porque los profesores se empeñan en que aprendamos la gramática y no paran de poner ejercicios de sintaxis, de repaso de verbos, etc. con el fin de que lo memoricemos todo, y ese no es el camino. Los niños británicos no saben hablar inglés cuando nacen y ¿cómo lo aprenden? Desde luego que no les enseñan gramática en la guardería, ni repasan los tiempos de los verbos con ellos. El idioma (ese y cualquier otro) no se aprende “de memoria” sino “aprendiendo a pensar en ese idioma”. Esa es la clave, unir imágenes y palabras, ideas y palabras, escenas y expresiones… y poco a poco, sin que se escuche ni una sola palabra en otro idioma, irse acostumbrando a pensar en ese idioma. Esta es la historia de cómo aprendí inglés y cuáles fueron sus consecuencias…
 
Durante los años de bachiller las clases eran como ya he explicado: gramática y memoria. El profesor y todos nosotros pasábamos más tiempo hablando en español explicando la gramática que hablando en inglés. Total, que acabé el bachiller y sabía algo de gramática y verbos pero era incapaz de hablar inglés más allá de los consabidos “good morning” y "my tailor is rich".
 
Empecé la carrera de Publicidad y una de las asignaturas era el inglés, pero ¡oh sorpresa! se empezaba desde nivel cero. Otra vez las mismas lecciones que había estudiado durante el bachillerato. Total, que acabé la carrera sin saber hablar inglés.
 
Empecé a trabajar y no era necesario el inglés, así que olvidé lo poco que había aprendido. Doce años después me cambié a un grupo multinacional y conseguí el puesto a pesar de no saber inglés, así que debieron pesar mucho más mis cualidades personales y profesionales que mis rudimentarios conocimientos de gramática inglesa. No obstante, como el inglés era necesario, nos pusieron un profesor de inglés en horario laboral, tres días a la semana. ¿Y cómo eran esas clases? ¡Iguales! Repetir y repetir hasta memorizar todo. Un auténtico suplicio. Pero yo era consciente de la necesidad de aprender inglés para progresar, así que me tomé la justicia por mi mano. Dije que renunciaba a esas clases y que me pagaba de mi bolsillo un curso de unas semana de inmersión en inglés (300.000 pesetas, que sería como ahora 2.000 euros), aunque por lo menos la empresa consideró como laborables esos días que iba a pasar fuera estudiando.
 
Ese curso consistía en un encierro en una casa de campo, en un pequeño pueblo de Segovia. Un profesor y dos alumnos por cada clase. Ocho horas diarias de clase en donde te enseñaban a pensar en inglés y no se pronunciaba una sola palabra en español. En las horas de descanso, durante las comidas con otros alumnos o por las noches cuando jugábamos al billar, tomábamos una cerveza o dábamos un paseo, seguía estando prohibido pronunciar una sola palabra en español. Todos debíamos pensar en inglés y expresarnos en ese idioma y tanto era así, que por las noches ¡soñaba en inglés! Pero lo mejor de todo es que funcionó. Cuando volví a la oficina ya era capaz de expresarme en inglés, un inglés bastante rudimentario, pero es que el objetivo de ese curso no había sido enseñarnos gramática sino enseñarnos a comunicarnos en inglés con otras personas. Tanto fue así, que poco después viajé a Manchester para exponer en inglés los planes que teníamos en mi empresa… ¡Y me entendieron! (Cierto es que con algo de ayuda en el coloquio posterior, pero conseguí salir airoso de la situación).
 
Vistos los buenos resultados, unos meses después, el presidente de la compañía nos mandó a otro compañero y a mí a hacer un nuevo curso en ese mismo lugar, esta vez, pagado por la empresa. Este segundo curso me ayudó a coger más soltura y, como agradecimiento a mi esfuerzo y por haberles recomendado y conseguirles más alumnos, me ofrecieron hacer un tercer curso completamente gratis.
 
Conclusión: Ya estaba en condiciones de comunicarme en inglés con otras personas y así se lo hice saber al presidente del grupo en España, el cual había manifestado apenas un año antes “¡qué pena que no sepas hablar inglés!” ya que ese desconocimiento me cerraba las puertas a cualquier progreso dentro de la multinacional. Ahora ya estaba en condiciones de comunicarme en inglés y eso me llevó a dar un salto cualitativo y cuantitativo (money) dentro del grupo, pasando a otra de sus divisiones, dejando atrás la Publicidad y centrándome a partir de ese momento en la Comunicación periodística. En mi nuevo puesto como Country Communication Manager empecé a viajar por toda Europa, a participar en reuniones internacionales, formar equipo con mis colegas de otros países, etc.
 
Pero a pesar de eso, el inglés hay que mantenerlo vivo, y la empresa me puso una profesora particular para perfeccionar mi nivel de conversación. Tres días a la semana, venía a mi despacho y hablábamos de cualquier cosa, y esa era la mejor manera de adquirir una mayor soltura en el inglés. Pero, para hacer más divertidas las clases, se me ocurrió una idea insólita: trasladar al inglés algunas de mis poesías.
 
Traducir un texto puede tener mayor o menor dificultad, pero traducir una poesía tiene una dificultad extrema, porque no basta con expresar lo mismo en otro idioma, sino que hay que trasladar también el ritmo, la emoción y sentimiento del poema, la musicalidad… Era un reto que la profesora aceptó encantada y de esta forma, al fin, conseguí lo que tanto había deseado: ¡Que las clases de inglés fuesen divertidas!
 
Como  muestra, este pequeño fragmento de uno de mis poemas.
 
“The rain wets your hair
when you came
in the middle of the storm
-lots of things to do-
an uncertain day
when you didn’t know
what you’d find
came back home”.

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