(AZprensa) Antes,
durante y después de mi larga trayectoria profesional (más de cuatro décadas)
en la industria farmacéutica, he denunciado el oscurantismo de los laboratorios
farmacéuticos, su miedo a dar la cara y mantener una política de transparencia
informativa. Como –salvo escasas excepciones- los laboratorios farmacéuticos no
han estado por la labor, y han preferido contratar abogados (para defenderse de
los ataques) en vez de buenos periodistas y comunicadores (para explicar todo
lo que hacen), la consecuencia es lógica: los laboratorios son los malos de la
película.
Ante
la opinión pública, década tras década, los laboratorios son empresas que sólo
se dedican a ganar dinero sin importarles lo más mínimo la salud de la gente;
sólo buscan enfermedades (y si no las encuentran se las inventan) en donde
poder vender sus medicamentos. Y si estos tienen efectos secundarios, entonces
redactan con sus abogados unos prospectos que les eximan de cualquier
responsabilidad (“ya se indicaba en el prospecto”, suelen argüir cuando llegan
a juicio).
Pero,
claro, como los laboratorios son mudos, como no hablan con la gente ni les
cuentan todo lo que hacen (que también hacen cosas buenas) esa imagen negativa,
de auténticos “apestados” no se la quita nadie, y no sólo eso, sino que además
otros “agentes” que hay por ahí, se van de rositas y parecen los buenos de la
película: me refiero a los médicos.
Todos
los críticos que alzan sus voces contra los laboratorios y tildan los
medicamentos de auténticos venenos, se olvidan de un detalle muy importante:
los médicos son quienes recetan esos medicamentos (o sea, esos venenos). Por
eso se da la paradoja que los críticos critican los “venenos” pero no critican
a quienes recetan esos “venenos”. Y digo yo, ¿alguna responsabilidad tendrán
los médicos? ¿o no?
Resulta
que uno va la consulta, el médico apenas
si te escucha, y antes que quieras darte cuenta, ya te ha despachado con una
receta de “veneno” bajo el brazo. ¿No sería más lógico que hiciera una buena
exploración, que preguntara para tratar de averiguar las causas de ese mal que
te lleva a la consulta y –lo más importante- que escuchara tu respuesta? (Esa
es otra: muchos médicos preguntan, de forma rutinaria, como por obligación, y
luego no atienden a lo que se les contesta: según algunas encuestas el médico
sólo escucha al paciente durante 17 segundos, por término medio, y así ¿cómo va
a poder averiguar las causas de la dolencia?).
A
lo que iba, los medicamentos no son productos milagrosos que todo lo curan y
nunca hacen daño. Los medicamentos tienen efectos beneficiosos sobre el
organismo y otros perjudiciales; no hay ningún medicamento que no tenga efectos
secundarios. La labor del médico consiste –entre otras cosas- en establecer si
los posibles beneficios que se pueden obtener con ese medicamento en ese
paciente en concreto, superan a los posibles riesgos, informar de esto al
paciente, y que sea este último el que una vez comprendido (esta palabra es
importante: “comprendido”) lo que le ha explicado el médico, tome la decisión
de seguir ese tratamiento, o bien otro, o bien ninguno. Sin embargo la
situación actual, y la de todos estos años, es que el paciente acude al médico
creyendo que el medicamento que le receten obrará milagros. El médico se lo
quita de encima lo antes posible (tiene más pacientes de los que puede atender)
con una receta de medicamentos sin apenas explicaciones sobre los mismos. Y
luego pasa lo que pasa, el medicamento le sienta mal al paciente y demanda al
laboratorio. ¿Qué sigue después? Pues que los medios de comunicación se hacen
eco de la noticia, ponen a parir al laboratorio, los médicos tratan de escurrir
el bulto, y los abogados de una y otra parte tratan de ponerse de acuerdo para
pagar una indemnización más o menos aceptable.
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