lunes, 20 de diciembre de 2021

La hipocresía de los ataques a los laboratorios

(AZprensa) 
Antes, durante y después de mi larga trayectoria profesional (más de cuatro décadas) en la industria farmacéutica, he denunciado el oscurantismo de los laboratorios farmacéuticos, su miedo a dar la cara y mantener una política de transparencia informativa. Como –salvo escasas excepciones- los laboratorios farmacéuticos no han estado por la labor, y han preferido contratar abogados (para defenderse de los ataques) en vez de buenos periodistas y comunicadores (para explicar todo lo que hacen), la consecuencia es lógica: los laboratorios son los malos de la película.
 
Ante la opinión pública, década tras década, los laboratorios son empresas que sólo se dedican a ganar dinero sin importarles lo más mínimo la salud de la gente; sólo buscan enfermedades (y si no las encuentran se las inventan) en donde poder vender sus medicamentos. Y si estos tienen efectos secundarios, entonces redactan con sus abogados unos prospectos que les eximan de cualquier responsabilidad (“ya se indicaba en el prospecto”, suelen argüir cuando llegan a juicio).
 
Pero, claro, como los laboratorios son mudos, como no hablan con la gente ni les cuentan todo lo que hacen (que también hacen cosas buenas) esa imagen negativa, de auténticos “apestados” no se la quita nadie, y no sólo eso, sino que además otros “agentes” que hay por ahí, se van de rositas y parecen los buenos de la película: me refiero a los médicos.
 
Todos los críticos que alzan sus voces contra los laboratorios y tildan los medicamentos de auténticos venenos, se olvidan de un detalle muy importante: los médicos son quienes recetan esos medicamentos (o sea, esos venenos). Por eso se da la paradoja que los críticos critican los “venenos” pero no critican a quienes recetan esos “venenos”. Y digo yo, ¿alguna responsabilidad tendrán los médicos? ¿o no?
 
Resulta que uno va  la consulta, el médico apenas si te escucha, y antes que quieras darte cuenta, ya te ha despachado con una receta de “veneno” bajo el brazo. ¿No sería más lógico que hiciera una buena exploración, que preguntara para tratar de averiguar las causas de ese mal que te lleva a la consulta y –lo más importante- que escuchara tu respuesta? (Esa es otra: muchos médicos preguntan, de forma rutinaria, como por obligación, y luego no atienden a lo que se les contesta: según algunas encuestas el médico sólo escucha al paciente durante 17 segundos, por término medio, y así ¿cómo va a poder averiguar las causas de la dolencia?).
 
A lo que iba, los medicamentos no son productos milagrosos que todo lo curan y nunca hacen daño. Los medicamentos tienen efectos beneficiosos sobre el organismo y otros perjudiciales; no hay ningún medicamento que no tenga efectos secundarios. La labor del médico consiste –entre otras cosas- en establecer si los posibles beneficios que se pueden obtener con ese medicamento en ese paciente en concreto, superan a los posibles riesgos, informar de esto al paciente, y que sea este último el que una vez comprendido (esta palabra es importante: “comprendido”) lo que le ha explicado el médico, tome la decisión de seguir ese tratamiento, o bien otro, o bien ninguno. Sin embargo la situación actual, y la de todos estos años, es que el paciente acude al médico creyendo que el medicamento que le receten obrará milagros. El médico se lo quita de encima lo antes posible (tiene más pacientes de los que puede atender) con una receta de medicamentos sin apenas explicaciones sobre los mismos. Y luego pasa lo que pasa, el medicamento le sienta mal al paciente y demanda al laboratorio. ¿Qué sigue después? Pues que los medios de comunicación se hacen eco de la noticia, ponen a parir al laboratorio, los médicos tratan de escurrir el bulto, y los abogados de una y otra parte tratan de ponerse de acuerdo para pagar una indemnización más o menos aceptable.
 

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