(AZprensa) Hace años entré a trabajar en una empresa que
tenía comedor para los empleados. Aunque la calidad de la comida era buena y la
comodidad de comer sin salir de la empresa era evidente, los trabajadores
hicieron un estudio del importe que aquello suponía para la empresa y le
propusieron que cerrase el comedor, esto es, que se ahorrase todo ese dinero, a
cambio de dejarles salir una hora antes y que cada cual –tras la jornada
intensiva propuesta- se fuese a comer a
su casa o a donde quisiera. La propuesta fue aceptada, pero la productividad se
resintió porque tras ocho horas seguidas de trabajo, sin más descanso que un
bocadillo a media mañana, nadie estaba por la labor de quedarse alguna hora más
en ayunas.
Después de aquello comenzaron a implantarse los “tickets
restaurante” mediante los cuales la empresa paga el equivalente a un menú del
día. De esta forma, los trabajadores salen a comer y desconectan un poco, para
volver después con ánimo renovado a su puesto de trabajo.
Eso sí, para que la concesión del ticket restaurante sea
justa, deben concederse sólo por los días trabajados, es decir, no hay que
darlos en vacaciones, ni cuando se asista a una comida de trabajo pagada
lógicamente por la empresa.
La ventaja adicional de estos tickets restaurante es que
el trabajador que viva cerca de su casa puede comer en su casa e ir acumulando
esos tickets para ir a comer otro día con su familia, o incluso acudir a algunas
tiendas de alimentación o restauración en donde canjearlos por jamones, quesos,
vinos, etc.
Fuente: “El legado farmacéutico de Alfred Nobel”, de Vicente Fisac. Disponible en Amazon, en ediciones digital e impresa
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