(AZprensa) Determinar el precio de un artículo es una tarea
muy complicada. Uno podría pensar que sólo hay que ver cuánto cuesta fabricarlo
y hacerlo llegar a los puntos de venta y luego añadir a eso un porcentaje
razonable de beneficio. Sin embargo el precio de las cosas no viene marcado por
lo que “cuestan” sino por lo que “valen”, y ese valor lo da una cosa que se
llama “demanda”. Un artículo puede “costar” mucho, pero si nadie lo quiere no
“vale” nada.
Hecha esta pequeña consideración vamos a entrar en el
precio de los medicamentos. Cuando un laboratorio quiere comercializar un
fármaco presenta el máximo precio posible para conseguir una determinada cuota
de mercado que sea capaz de hacer rentable su comercialización. Pero en el caso
de los medicamentos se da un añadido que no tienen otros sectores, o al menos
con esta importancia; me refiero a la investigación.
Cuando un medicamento llega al mercado ha dejado atrás 10
años de investigación que habrán costado más de 800 millones de euros. Además,
como no están solos en el mercado sino que la competencia es muy dura, sólo uno
de cada tres fármacos comercializados llegará a ser un éxito comercial capaz de
retornar el beneficio necesario para hacerlo rentable. En este sector hay que
conseguir el suficiente beneficio que permita amortizar todo lo que costó la investigación
y deje además recursos para seguir investigando. Por cierto, no hay que olvidar
tampoco que, según está la protección industrial en este sector, una vez
transcurridos 10 años desde el descubrimiento de la molécula, es decir, unos 10
años después de haberlo puesto en el mercado, cualquier otro laboratorio puede
copiar el producto y, por lo tanto, ofertarlo a un precio mucho más bajo (se
han ahorrado toda la investigación y todo el riesgo que esta conlleva).
Bien, decíamos que han presentado el precio máximo
posible, que deberá aprobar el Gobierno ya que más del 90% de las ventas de los
medicamentos se consiguen vía Sanidad pública. El Gobierno es quien aprueba el
precio al que él mismo deberá comprar el producto. ¿Qué hace pues? No necesita
estudiar la documentación presentada, sólo fijarse en cuál es el país europeo
que ha fijado el precio más bajo a ese mismo producto. Cuando lo encuentra
dice: “ese es mi precio” y no importa para nada ni la documentación presentada
ni que el nivel de vida de ese otro país de referencia sea muy diferente al
nuestro.
Así las cosas, la central internacional del laboratorio
se lleva las manos a la cabeza y dice que no lo lanza en España y que se j… los
españoles. La filial nacional trata de calmar los ánimos y a base de
negociaciones –y muchos meses e incluso años, durante los cuales los pacientes
de otros países mejoran de su enfermedad gracias a ese fármaco y los españoles
tiene que conformarse con otro más antiguo y menos eficaz- consigue que le
mejoren un poquito el precio.
Cuando por fin se lanza ese producto en España, el
periodo de unos 10 años en que debería estar protegida su patente se ha
reducido a ocho. Unos pocos años después (o incluso meses), el Gobierno dice
por decreto que hay que rebajar los precios y ese fármaco se ve afectado por la
medida y tienen que bajarle el precio. (Menos mal que ya no se pone el precio
en los envases, porque todo el proceso de reetiquetado para adaptarse al nuevo
precio más barato impuesto por el Gobierno, debían asumirlo los propios laboratorios).
Antes de que hayan finalizado esos ocho años, el Gobierno habrá introducido una
o dos nuevas medidas de recorte a los laboratorios, con lo cual –bien de forma
directa sobre el precio del fármaco o bien de forma indirecta sobre las ventas
globales del laboratorio- volverán a recortar los ingresos del laboratorio.
Al final de esos ocho años, saldrán numerosas copias y
genéricos, y entonces la marca original tendrá que decidir entre seguir
vendiéndolo al mismo precio pero sabiendo que sus ventas van a bajar
drásticamente, o rebajar nuevamente el precio para ponerse al nivel de los
copiadores.
Pero aquí no acaba la cosa. Una cosa es “vender” y otra
muy distinta “cobrar”. Y por si no les habían “sacudido” bastante a los
laboratorios durante todo este tiempo, ahora les imponen la “morosidad”. La
sanidad pública oferta y oferta constantemente nuevas prestaciones, los
pacientes acuden y acuden a la consulta, los médicos desbordados por tantos
pacientes recetan y recetan, la Sanidad pública hospitalaria compra y compra…
pero no paga. Bueno, sí acaba pagando, pero… a los 300 días o incluso a los dos
años!
Por supuesto, durante todo este tiempo, los médicos
continúan formándose para seguir estando a la altura de los mejores
profesionales del mundo… eso sí, su empresario (la Sanidad pública) no les paga
la formación, eso corre a cuenta de los laboratorios.
Y luego resulta que ante la opinión pública, los
laboratorios son los malos. Cualquier ciudadano tiene muy buen concepto de los
medicamentos, también de los médicos, e incluso del sistema sanitario, pero ¿y
de los laboratorios? Me temo que todo lo contrario.
Mientras uno se siga aprovechando de su posición
dominante y otros acepten resignados su papel de víctimas, la situación no
cambiará. Bueno, sí cambiará algo: los laboratorios continuarán despidiendo
gente, recortando sus inversiones en publicidad (de las que viven todas las
revistas y editoriales del sector), recortando sus ayudas a la formación de los
médicos (a ver quién les paga ahora tanta formación como recibían) y
trasladando sus centros de investigación y producción a otros países...
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