(AZprensa) Después de una buena comida siempre se
agradece una copa para hacer más relajada y agradable la sobremesa. ¿Quién no
se ha sentido contento cuando alguno de los comensales invitaba a una ronda y
llamaba al camarero para que sirviese una copa de coñac? Pues ese gesto
generoso, hay veces que es signo de la más vil tacañería. Sí, sí, como lo oyes
(es decir, como lo lees). A mí me pasó una vez que me invitaron a una copa de
coñac después de una comida y en vez de darle las gracias le llamé tacaño y
miserable. Esta es la historia…
Trabajaba por entonces en un laboratorio farmacéutico
llamado Sociedad Ibérica de Estudios Terapéuticos Aplicados, que como era un nombre
muy largo, todos lo conocían como Sideta. Aquél laboratorio era una “rara avis”
porque sólo trabajábamos por las mañanas y a las tres de la tarde todos nos
íbamos a casa… excepto cuando había alguna reunión de trabajo y entonces
teníamos que salir a comer por allí cerca para luego volver a la oficina.
El director de Marketing era una persona muy cercana y
amable, sencilla y de trato agradable, pero… era la tacañería personificada.
Ante cualquier propuesta que se le plantease, lo primero que hacía era
preguntar por el coste que tenía; poco importaba que eso fuese a generar o no
grandes beneficios a la empresa; lo primero era la “peseta” (todavía no habían
aparecido los euros).
Así no es de extrañar que cuando se celebraba alguna de
aquellas reuniones que requerían nuestra participación mañana y tarde, se
hiciese a mediodía un descanso para ir a comer a un restaurante cercano… y
barato. Es evidente que si el coste de esa comida iba a parar al presupuesto
del director de Marketing este aquilatase al máximo el coste para que resultase
lo más económico posible.
De esta forma, siempre íbamos a comer a un restaurante
modesto que había por allí cerca, aunque –todo hay que reconocerlo- la comida
estaba bien aunque el menú fuese barato. Pero, claro, tratando de ajustar los
precios, nada de extras, sólo lo del menú del día. Y si sobraba tiempo para una
pequeña sobremesa, pues que cada cual eligiera entre café o postre, nunca las
dos cosas juntas porque eso significaba un gasto extra.
Por eso, un día nos quedamos todos atónitos cuando el
susodicho director de Marketing llamó al camarero y le dijo: “Traiga una copa
de coñac para todos”. Ya os podéis imaginar la cara de asombro que se nos quedó
al ver aquél arranque de generosidad… hasta que un compañero dijo: “Yo prefiero
una copa de anís”. Fue entonces cuando todos nosotros –incluido el camarero-
salimos de nuestro error, porque el director de Marketing nos aclaró: “No, no,
me refiero a una sola copa de coñac nada más, para que todos podamos echar unas
gotas de coñac en el café”.
Entre las protestas y cachondeo generalizado le llamamos
tacaño, roñoso, ruin, y todo lo que podáis imaginar, aunque siempre en tono
cariñoso que no le ofendió sino que le hizo unirse a nuestras risas porque a
fin de cuentas, en la empresa había un buen ambiente laboral. Eso sí, sólo una
copa de coñac que nos fuimos pasando uno a otro, vigilando muy estrechamente
que nadie se echase unas gotas de más.
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