(AZprensa) Cuando cualquier periodista escribe un
artículo, una vez ha terminado vuelve a leerlo para asegurarse que todo está
bien y que no hay errores de ningún tipo. Pero ¿te imaginas que después de
haber escrito el artículo y haberlo revisado, vas y cometes un error gordo en
el titular? Pues de esto hay miles de ejemplos en el periodismo, aunque ahora
voy a rememorar un caso concreto. Esta es la historia…
Por aquél entonces era presidente de la empresa de
agroquímicos ICI-Zeltia el antiguo director de Marketing, y antes de eso Jefe
de Producto, Enrique Portús. Por mi parte, como Jefe de Publicidad de aquella
empresa, había descubierto que más que la Publicidad lo que me gustaba era el
Periodismo, así que había organizado un Gabinete de Prensa unipersonal (yo
sólo) para difundir a través de los medios de comunicación las noticias más
relevantes de mi empresa.
Aunque en mi departamento de Publicidad tenía tres
personas (un adjunto, una responsable de medios y una secretaria) ellos sólo se
dedicaban a la publicidad y esto de la prensa que se me había ocurrido lo hacía
yo solo, pero no me importaba ya que el ejercer de periodista era algo que me
divertía y además me servía de aprendizaje de una nueva faceta profesional.
A los directivos de la empresa les gustaba eso de ver
aparecer en los medios de comunicación noticias hablando bien de la empresa…
¡sin que hubiesen tenido que pagar ni un solo céntimo por ellas! Y es que
estaban acostumbrados a la Publicidad en donde tú pagas y tú pones lo que
quieres, donde quieres y cuando y cómo quieres. Pero esto era distinto. Yo
escribía las noticias, las enviaba a los medios y estos publicaban o no lo que
querían. En general se portaban bien y se atenían a lo que les enviaba que –todo
hay que decirlo- eran textos “periodísticos” no “publicitarios”.
Pero el despertar el interés de los medios de
comunicación hacia tu empresa hace que los periodistas quieran conocer más, y
no sólo lo que tú les mandas, sino lo que ellos quieran averiguar. En este
sentido comenzaron a ser frecuentes las peticiones de entrevistas con
directivos o expertos en distintas áreas, para abordar temas concretos que a
los periodistas les parecían de interés para sus lectores.
Esto ya no les había tanta gracia a los directivos, que
se ponían nerviosos ante el micrófono del periodista, y no digamos nada si
encima había cámaras de televisión o fotógrafos que empezaban a pedirles las
poses más extrañas. Entre el temor al ridículo o a la involuntaria metedura de
pata, los directivos accedían a regañadientes a estas entrevistas, aunque luego
el resultado final solía ser bastante satisfactorio.
Sin embargo una vez, una importante revista semanal del
ámbito empresarial me pidió una entrevista con el presidente, así que, tras las
pertinentes gestiones, concretamos esa entrevista que se realizaría en el
propio despacho del presidente. Llegaron el periodista y el fotógrafo y les
presenté al presidente, Enrique Portús, el cual le dio al periodista la
correspondiente tarjeta de visita. Yo también le entregué un dossier con datos
de la compañía.
La entrevista se desarrolló con normalidad y al cabo de
una semana, todos estábamos impacientes por ver cómo había quedado reflejada en
la revista. Cuando por fin abrí un ejemplar de la misma comencé a hojearla con
impaciencia hasta que de repente apareció ante mí una doble página a todo color
con la citada entrevista y… un sudor frío que me paralizó por completo.
Ya os he dicho que el presidente se llamaba Enrique
Portús, que así figuraba en el dossier que le entregué y así figuraba –por
supuesto- en la tarjeta de visita que él mismo entregó al periodista. Pues
bien, en el titular de la entrevista había puesto el nombre del entrevistado
con unos enormes caracteres que ocupaban toda una página a lo ancho, pero lo
que allí aparecía no era “Enrique Portús”
sino “Enrique Porrús”.
¿Cómo se puede cometer semejante error tipográfico?
Porque luego, al leer el texto, ese nombre se repetía alguna vez más pero ya
correctamente escrito. No sabía qué decir ni cómo explicarlo, pero tenía que
dar la cara y le llevé la revista al presidente. Le puse sobre aviso y le
mostré mi sorpresa e indignación con el error que habían cometido. Poco
importaba que la entrevista fuese muy correcta, que todo estuviese escrito en
tono favorable hacia el directivo y hacia la empresa… el caso es que ese error
echaba por tierra todo lo demás.
Afortunadamente, el presidente se lo tomó con
deportividad, ya le expliqué que esto son gajes del oficio que suceden muy de
tarde en tarde… pero que alguna vez suceden. Le dije que exigiría una
rectificación, aunque sabía que de poco serviría porque, en efecto, a los 15
días se excusaron en la revista lamentando el error cometido… pero lo que nadie
podía hacer era volver al pasado y cambiar el destino.
De todas formas, ya dijo Jesús que “quien esté libre de
pecado que tire la primera piedra” y en este sentido yo también pequé una vez
con un pecado de similar calibre. Como Jefe de Publicidad de esta empresa
preparé un cartel publicitario para anunciar un fungicida. Este fungicida
combatía de forma eficacísima una enfermedad muy concreta de los frutales, el
oidio, así que puse como titular de ese cartel (que era de un tamaña de 50x70
centímetros) la palabra “antioidio” y debajo una foto de árboles frutales
atacados de la enfermedad y los logotipos del producto y de la empresa.
Cuando trajeron de la imprenta las pruebas de impresión,
las revisé para que todo estuviese correcto. Y en efecto, sólo había que
retocar un poco el color de la fotografía para darle mayor vivacidad y por lo
demás todo estaba perfecto. Al cabo de unos días trajeron los ejemplares ya
impresos del cartel y me quedé de piedra al verlos; lo que allí ponía, en
caracteres gigantescos era “ANTIODIO” no “ANTIOIDIO”. ¿Cómo era posible que me
hubiera pasado desapercibido un error de ese calibre. Inmediatamente exigí las
pruebas que yo había revisado y a las que había dado el visto bueno… y allí
seguía poniendo “AINTIODIO”. En fin, hubo que tirar esos ejemplares y hacer
otra tirada y, por lo menos, la imprenta se portó bien y sólo me cobró el coste
del papel que había desperdiciado.
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