(AZprensa, Editorial) Esta semana publicaba en AZprensa una
noticia sobre los esfuerzos del Instituto de Salud Carlos III en su lucha
contra el creciente problema de las resistencias a los antibióticos y eso me ha
movido a una reflexión. En primer lugar ¿por qué surgen las resistencias? Las
bacterias, como todos los seres vivos (incluidos nosotros) tienen la impronta
de la lucha por la supervivencia, por este motivo cuando un antibiótico las
ataca, ellas buscan la forma de defenderse y sobrevivir y es así como muchas de
ellas llegan a hacerse resistentes a los antibióticos.
Hasta hace muy pocas décadas la industria farmacéutica vivió
una época de esplendor en el ámbito de la antibioterapia. Cada año se
descubrían nuevos y más eficaces antibióticos... pero estos, al cabo de un
tiempo, se encontraban con bacterias que antes eran sensibles y ahora se habían
vuelto resistentes. Como respuesta, los laboratorios siguieron investigando y descubriendo
nuevos antibióticos capaces de vencer esas resistencias.
Ya hemos dicho que la aparición de resistencias es algo
innato y natural en las bacterias, pero han encontrado en nuestra sociedad un
aliado inesperado: los médicos y los pacientes. Los médicos porque en el boom
de la antibioterapia se dedicaban a recetar antibióticos sin ton ni son; sin
análisis previos que confirmaran la infección, sin antibiogramas previos que
confirmaran el tipo de bacterias que causaban dicha infección... la respuesta
era siempre la misma: un antibiótico. En ocasiones, el de más amplio espectro
para así no fallar el tiro, en otras ocasiones el considerado más eficaz para
la infección que se sospechaba, y si todo fallaba, el más potente.
Pero ¿y los pacientes? Pues los pacientes consideraban a los
antibióticos como el agua milagrosa; ante cualquier cuadro con fiebre o que
sugiriese una infección, exigían la prescripción de un antibiótico e incluso
tenían en su casa un botiquín lleno de los restos de antiguos tratamientos con
los que se automedicaban al menor síntoma por ellos mismos diagnosticado. Y si
esto ya era malo, lo siguiente era aún peor: si el médico había recetado una
toma cada 8 horas durante siete días, ellos lo cumplían los dos primeros días y
luego se olvidaban de alguna toma y dejaban de tomarlo al quinto día. Las
bacterias, estaban entusiasmadas ante tanta irresponsabilidad humana.
Siendo tan generalizada la aparición de resistencias, los
nuevos antibióticos dejaron de recetarse alegremente. Cuando un nuevo
antibiótico llegaba al mercado, los médicos lo restringían para uso
hospitalario (y por lo tanto controlado) y poco después la restricción era no
sólo para uso hospitalario sino como última reserva –en el ámbito hospitalario-
cuando hubiese fallado todo lo demás. Esto tuvo una parte buena y otra mala. La
buena, que ya le era muy difícil a las bacterias hacerse resistentes a esos antibióticos
que estaban acertadamente recetados y adecuadamente utilizados; la mala, que
después de tantos años y dinero gastado por los laboratorios para lanzar un
buen antibiótico, este se vendía muy poco porque sólo lo dejaban como última
alternativa de tratamiento en el ámbito hospitalario.
Como resulta que los laboratorios farmacéuticos son empresas
comerciales destinadas a dar dinero a sus accionistas (aunque la gente se crea que
son ONGs) la investigación en antibioterapia dejó de ser un área prioritaria y
los laboratorios prefirieron gastar su dinero de investigación en otras áreas
de salud más productivas.
Por todo esto cada vez hay menos investigación en
antibioterapia y por esto cada vez hay más resistencias a los antibióticos.
Como se ve, culpables somos todos... menos las bacterias que, a fin de cuentas,
sólo cumplen su función primordial de la lucha por la supervivencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario