domingo, 27 de noviembre de 2016

Todos culpables

(AZprensa, Editorial) Esta semana publicaba en AZprensa una noticia sobre los esfuerzos del Instituto de Salud Carlos III en su lucha contra el creciente problema de las resistencias a los antibióticos y eso me ha movido a una reflexión. En primer lugar ¿por qué surgen las resistencias? Las bacterias, como todos los seres vivos (incluidos nosotros) tienen la impronta de la lucha por la supervivencia, por este motivo cuando un antibiótico las ataca, ellas buscan la forma de defenderse y sobrevivir y es así como muchas de ellas llegan a hacerse resistentes a los antibióticos.

Hasta hace muy pocas décadas la industria farmacéutica vivió una época de esplendor en el ámbito de la antibioterapia. Cada año se descubrían nuevos y más eficaces antibióticos... pero estos, al cabo de un tiempo, se encontraban con bacterias que antes eran sensibles y ahora se habían vuelto resistentes. Como respuesta, los laboratorios siguieron investigando y descubriendo nuevos antibióticos capaces de vencer esas resistencias.

Ya hemos dicho que la aparición de resistencias es algo innato y natural en las bacterias, pero han encontrado en nuestra sociedad un aliado inesperado: los médicos y los pacientes. Los médicos porque en el boom de la antibioterapia se dedicaban a recetar antibióticos sin ton ni son; sin análisis previos que confirmaran la infección, sin antibiogramas previos que confirmaran el tipo de bacterias que causaban dicha infección... la respuesta era siempre la misma: un antibiótico. En ocasiones, el de más amplio espectro para así no fallar el tiro, en otras ocasiones el considerado más eficaz para la infección que se sospechaba, y si todo fallaba, el más potente.

Pero ¿y los pacientes? Pues los pacientes consideraban a los antibióticos como el agua milagrosa; ante cualquier cuadro con fiebre o que sugiriese una infección, exigían la prescripción de un antibiótico e incluso tenían en su casa un botiquín lleno de los restos de antiguos tratamientos con los que se automedicaban al menor síntoma por ellos mismos diagnosticado. Y si esto ya era malo, lo siguiente era aún peor: si el médico había recetado una toma cada 8 horas durante siete días, ellos lo cumplían los dos primeros días y luego se olvidaban de alguna toma y dejaban de tomarlo al quinto día. Las bacterias, estaban entusiasmadas ante tanta irresponsabilidad humana.

Siendo tan generalizada la aparición de resistencias, los nuevos antibióticos dejaron de recetarse alegremente. Cuando un nuevo antibiótico llegaba al mercado, los médicos lo restringían para uso hospitalario (y por lo tanto controlado) y poco después la restricción era no sólo para uso hospitalario sino como última reserva –en el ámbito hospitalario- cuando hubiese fallado todo lo demás. Esto tuvo una parte buena y otra mala. La buena, que ya le era muy difícil a las bacterias hacerse resistentes a esos antibióticos que estaban acertadamente recetados y adecuadamente utilizados; la mala, que después de tantos años y dinero gastado por los laboratorios para lanzar un buen antibiótico, este se vendía muy poco porque sólo lo dejaban como última alternativa de tratamiento en el ámbito hospitalario.

Como resulta que los laboratorios farmacéuticos son empresas comerciales destinadas a dar dinero a sus accionistas (aunque la gente se crea que son ONGs) la investigación en antibioterapia dejó de ser un área prioritaria y los laboratorios prefirieron gastar su dinero de investigación en otras áreas de salud más productivas.

Por todo esto cada vez hay menos investigación en antibioterapia y por esto cada vez hay más resistencias a los antibióticos. Como se ve, culpables somos todos... menos las bacterias que, a fin de cuentas, sólo cumplen su función primordial de la lucha por la supervivencia.

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