(AZprensa) Vivir en la Antártida no es nada fácil ni a
nivel de salud física ni a nivel de salud mental. Afortunadamente para los
pequeños grupos de personas que deben convivir en esos reducidos espacios por
espacio de seis meses o un año (recordemos que durante los meses de invierno
quedan completamente desconectados del mundo exterior, sin posibilidad alguna
de rescate), se ha comprobado cómo al poco tiempo cada uno de los miembros
desarrolla sus propios anticuerpos contra los gérmenes de los otros compañeros
que tiene al lado de forma permanente, y gracias a ello no suelen surgir nuevas
infecciones.
Los efectos de la hipoxia crónica (síndrome generado por
la falta de oxígeno) y de la hipotermia, aún no se han estudiado a fondo. El
metabolismo se acelera cuando se recibe luz del sol continuada, mientras que el
frío aumenta el tamaño de las glándulas suprarrenales. En verano, la gente se
vuelve nerviosa, hiperactiva e irascible. Además, por la hipoxia crónica y la
falta del ciclo luz/oscuridad, la gente desarrolla el “Síndrome de los ojos
como platos”, caracterizado por insomnio, falta de orientación y pérdida de
memoria.
Sin embargo lo peor de todo son las consecuencias del
“Fenómeno de altitud fisiológica”. ¿En qué consiste? Veamos: la fuerza
centrífuga de la rotación terrestre hace que la atmósfera se ensanche en el
ecuador y se estreche en los polos. Así, la masa de aire en el ecuador pesa más
que en los polos, con lo cual la masa de aire en los polos es más fina y ligera
allí, a 2.800 metros de altitud, que a la misma altitud en cualquier otro lugar
del planeta. Además, la baja presión barométrica hace que la sangre absorba
menos oxígeno y la altitud fisiológica sea la equivalente a 3.700 metros de
altitud real.
Los síntomas derivados de esto son numerosos y preocupantes:
cansancio, falta de concentración, alteraciones del sueño, náuseas... es decir,
los síntomas clásicos de un “mal de altura” como el que suele afectar a los
alpinistas. La visión comienza a reducirse entre los 1.500 y 2.500 metros y el
razonamiento conceptual empieza a fallar a partir de los 3.600 metros.
Como consecuencia de una estancia en aquél lugar, la
saturación de oxígeno en la sangre se reduce a menos del 88 por ciento, cuando
lo normal es que oscile entre el 95 y el 100 por cien. Esta hipoxia crónica va
eliminando células cerebrales, una reducción en torno al 13 por ciento a corto
plazo para las personas que hibernan allí, según se ha constatado en algunos
estudios.
Esta falta de estímulos sensoriales y la hipoxia crónica,
no sólo se afectan la visión sino también el comportamiento y esto genera con
frecuencia lapsos amnésicos. Se pierde la capacidad de memorizar y se reduce el
vocabulario. Por ejemplo: se pueden visualizar las palabras y conocer su
significado, pero no se es capaz de emplearlas correctamente.
Es evidente la dureza de vivir, aunque sea por espacios
cortos de tiempo, en condiciones tan extremas como las que se dan en este sexto
continente. No es raro que quienes pasan allí una temporada se libren de
padecer en algún momento el “Síndrome de estar quemado”, caracterizado por el
deseo de huir de la compañía de los demás y quedarse absorto contemplando el
vacío, con una falta evidente de capacidad de atención y de pérdida de memoria.
Pero, por el contrario, bien sea por el cerebro poco oxigenado o por
alteraciones de las glándulas suprarrenales, el caso es que allí se ríe mucho y
–quizás ayudado por la monotonía del entorno cerrado- cualquier chorrada es un
acontecimiento. Y eso sin tener que recurrir al alcohol porque, como ya se sabe,
cuando hay menos oxígeno aumentan sus efectos.
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